El inventor guayaquileño del siglo XIX, José Rodríguez Labandera, parece ser un personaje extraído de las novelas científicas del francés Julio Verne: un visionario que supera todos los obstáculos materiales, determinado a vencer la naturaleza a través de inventos que causan la admiración de sus contemporáneos. Los héroes de Verne son genios solitarios cuya única compañía la constituye algún comprensivo ayudante. En el caso de Rodríguez Labandera también eso era una realidad: su ayudante se llamaba José Quevedo.

José Rodríguez Labandera y José Quevedo no son personajes literarios sino históricos, de carne y hueso, que hace exactamente 180 años realizaron la demostración técnica más interesante —y la más desconocida también— de la primera mitad del siglo XIX en Latinoamérica: la viabilidad de la navegación submarina tripulada.

El 18 de septiembre de 1838 una mezcla multitudinaria de curiosos de todas las clases sociales y autoridades oficiales se agolpó en la calle del malecón de Guayaquil, al pie del río Guayas. Aquel día se realizaría la insólita demostración de una extraña nave que —según se decía—, tenía la capacidad de sumergirse y emerger de las aguas con una tripulación sana y salva en su interior.

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El inventor de aquella nave era el guayaquileño José Rodríguez Labandera, de 34 años de edad. Según un testimonio de la época, Labandera había despertado la "admiración burlesca" de varios de sus conciudadanos, quienes desconfiaban absolutamente del éxito de una inmersión submarina tripulada, a la que veían como una empresa "desatinada e impracticable" (*).

Labandera no solo debió enfrentarse a la desconfianza y las burlas de sus vecinos, sino también a la falta de ayuda material. Dos meses antes de la gran y definitiva demostración, Labandera fabricó en solitario un modesto modelo de prueba con dinero propio y discretamente lo llevó a la ría. Alentado por el éxito que al parecer tuvo ese modelo inicial, construyó un segundo prototipo mejorado hasta donde se lo permitieron sus ahorros.

Llegó el día de la gran prueba oficial, anunciada mediante invitaciones que el mismo Labandera elaboró y distribuyó. Aquel 18 de septiembre Labandera y su ayudante José Quevedo ingresaron al segundo y mejorado prototipo bautizado como Hipopótamo, cerraron sus compuertas y se sumergieron en las aguas de la orilla opuesta del río Guayas (posiblemente la orilla de la isla Santay o la de Durán).

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La nave sumergida que avanzaba lentamente hacia la ciudad estaba construida con tablones calafateados e impermeabilizados con betún. Se desplazaba gracias a una hélice exterior accionada por pedales internos manejados por José Quevedo. Labandera dirigía la navegación ayudado con una brújula. Las pequeñas barcazas y canoas que escoltaban la nave mantenían la vista en el respiradero tubular que salía a la superficie.

Los testimonios de aquella aventura submarina no están exentos de dramatismo. El gobernador de Guayaquil Vicente González, testigo del hecho, refiere que muchos de los presentes luchaban "con la ansiedad de la incertidumbre" pues el recorrido, que inició cerca del mediodía, se alargó casi hasta la noche.

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La marea estaba por cambiar y el viento era adverso. Para colmo, una de las hélices se rompió en el agua. El Hipopótamo fue remolcado hasta la orilla a las seis y cuarto de la tarde. Allí la multitud se acercó lo más que pudo a la nave herméticamente sellada, y el gobernador llamó a los tripulantes a través del tubo del respiradero. Tras unos segundos de angustia, se escucharon por fin las voces amortiguadas de los tripulantes: estaban vivos.

Todos los presentes estallaron en aclamaciones, tal vez incluso los que antes dudaban del éxito de aquella empresa.

Una máquina de guerra

Siendo muy joven, Rodríguez Labandera había ingresado en la primera escuela náutica de Guayaquil, donde fue instruido en el arte de la guerra marítima. Entre 1824 y 1827 participó con la escuadra grancolombiana en varias acciones de guerra y se licenció de la marina en 1830 con el grado de teniente de fragata.

Labandera dominaba la física, las matemáticas y la mecánica (otro rasgo que lo acerca al arquetipo verniano), conocimientos que durante su vuelta a la vida civil usó para crear pequeños autómatas de movimiento auto generado, pianos de cigueñales y otros varios aparatos mecánicos, mientras en su mente maduraba el proyecto del sumergible que lo haría localmente famoso.

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La embarcación que Labandera presentó en Guayaquil el 18 de septiembre de 1838 era en realidad un prototipo que podría ser definido como un submarino de recreo (lo máximo que podía construir en vista de sus exiguas finanzas). El proyecto original que Labandera siempre tuvo en mente fue el de un submarino de guerra con armamento capaz de hundir barcos enemigos.

Ya en 1837 había propuesto la construcción de aquel submarino de guerra al Perú. El gobierno de ese país dio luz verde a su proyecto, pero no aportó dinero para llevarlo a cabo. Al final no se construyó nada; fue entonces que Labandera regresó a su ciudad y materializó una versión barata y sin armamento para demostrar, al menos, que la navegación submarina era totalmente viable.

Al igual que sucedió en Perú, al Ecuador no le interesó financiar la construcción de un submarino el cual, según la premisa de su inventor, al estar "navegando entre dos aguas, pudiese ofender sin ser ofendida con artillería o con barrenos para echar a pique los buques enemigos" (**). Fue recién en 1879 que el Perú retomó la idea del uso de un sumergible de combate a propósito del conflicto marítimo que en ese momento mantenía con Chile.

Y es que para esa época, el escritor Julio Verne ya había popularizado en el mundo la idea de una máquina que, coincidentemente, cumplía la temprana premisa de José Rodríguez Labandera: en su novela 20.000 leguas de viaje submarino (1869), Verne imagina un formidable sumergible armado con barrenos y artillería que hundía buques enemigos sin sufrir a cambio daño alguno.

Durante la segunda mitad del siglo XIX se construyeron en el mundo varios modelos de submarinos militares que lograron hundir barcos (sobre todo en la guerra civil estadounidense), pero casi ninguno logró el doble objetivo de atacar sin sufrir ellos mismos daños catastróficos. Habría que esperar hasta el siglo XX, durante la Primera Guerra Mundial, para los primeros modelos efectivos.

Pero todo eso fue muchísimo después de que un humilde inventor guayaquileño y su ayudante emergieran como héroes de un sumergible de madera. Aquel hombre inquieto no pudo sacar provecho de su efímera fama, por lo que terminó dedicando su energía a otros proyectos. Mientras tanto, el Hipopótamo del Guayas, semi sumergido y abandonado en la orilla del Guayas, fue destruyéndose hasta disolverse por completo. Lo mismo pasó con el recuerdo de su creador y su ayudante, hasta el punto de que no sabemos ni la fecha ni el lugar en que murieron. (I)

Citas textuales:
(*) Testimonio del gobernador Vicente González aparecido en la edición número 237 del periódico El Ecuatoriano del Guayas, Guayaquil, 21 de septiembre de 1838. Hemos seguido fielmente la narración de este testigo presencial además de otra crónica periodística aparecida el mismo día en el mismo diario.

(**) Idem.

Fuentes bibliográficas:
Libro Ecuador inventó el submarino, de Carlos Romo Dávila (Quito, 1980)