Hace un mes murió papá. En mi interior hay una mezcla de sentimientos que aún estoy procesando. El dolor de su partida, por un lado, y el alivio, por otro, porque su enfermedad acabó. Sentimientos y sensaciones encontrados. Papá fue siempre mi fuente de aprendizaje y, en todo este trayecto de 15 años de la enfermedad que padeció, me enseñó más de lo que habría aprendido en una variedad de textos.

No obstante sus imperfecciones y sus múltiples errores humanos, lo más maravilloso de él fue su corazón: bondadoso y generoso. Un padre dulce, cariñoso, protector, solidario, que, con su ejemplo, me enseñó a amar el trabajo. Don Pepe –como lo conocían y llamaban– no tuvo educación universitaria; pero su natural capacidad para dialogar con serenidad, para escuchar y respetar sin crítica, junto con su gran sentido de responsabilidad, le valieron la confianza de quienes eran sus empleadores.

Su pasión eran los números y la contabilidad, sus únicos recursos académicos que puso al servicio de los demás. Y así, desde abajo, se fue superando y adquiriendo posiciones cada vez más complejas y de mayor envergadura, sin ningún temor y con mucho optimismo y confianza. Esa serenidad suya le permitió trabajar con grandes grupos humanos.

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Consideraba imprescindible dialogar hasta alcanzar acuerdos. Ese discurso conciliador lo acompañó en todos los ámbitos, sin dudar siquiera acerca de lo importante que es reconocer que el otro tiene razón.

Nunca escuché de él expresiones de envidia. Ni de amargura, aun en circunstancias difíciles. Por donde pasaba procuraba crear ámbitos de alegría y de paz. Amaba incondicionalmente. Agradecido con la vida, convencido de sus creencias religiosas, siempre nos repetía que había que predicar con el ejemplo y que debíamos respetar, tolerar y aceptar al prójimo. Disfrutaba inmensamente cantar y bailar. Así que, si estábamos juntos, él y yo nos encargábamos de prender la fiesta. Don Pepe era una de esas personas capaz de albergar solamente sanos sentimientos.

Por eso, cuando hace 15 años la enfermedad del olvido lo hizo su presa, para mí empezó una nueva etapa de vida, llena de nuevos aprendizajes. Enfermo, papá continuó enseñándome lo que no está en los libros de medicina. Irse desdibujando e ir perdiendo la identidad muy lentamente es una experiencia estremecedora, triste y dolorosa. Las vivencias diarias potenciaron el amor, la paciencia, la protección, el cuidado. Aceptar y manejar los cambios de ánimo, las confusiones, la desmemoria, las repeticiones, a veces era muy difícil. La música era nuestro mejor aliado, lo transportaba a la felicidad. Podía no reconocernos, pero cantaba fluidamente sus canciones conocidas y preferidas. Y solo la disminución motora acarreada por la enfermedad hizo que finalmente olvidara sus pasos de baile tan vividos y conocidos.

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Vivir día a día con el alzhéimer sensibiliza más de lo usual. Ahora, puedo entender mejor las vicisitudes por las que atraviesa una familia cuando recibe un diagnóstico de tal naturaleza. El presupuesto familiar no siempre posibilita contar con cuidadores. Las medicinas necesarias no forman parte del cuadro básico en la salud pública. El camino puede ser muy sombrío para muchas familias. Gracias, papá, por haber existido y por haberte tenido.(O)