Se ha dicho de Las cruces sobre el agua que es la novela de Guayaquil y una memoria de la masacre del 15 de noviembre de 1922. Se ha dicho y escrito tanto de esta obra de la autoría de Joaquín Gallegos Lara, publicada en 1946, y todo es válido. Es una crónica de las primeras décadas del siglo XX de una ciudad en la que los aires de modernidad contrastan con los problemas de insalubridad y de índole económico, social y político. Y a la par, es un relato de una sólida amistad: la de Alfredo Baldeón, mulato pobre, hijo de un panadero, que poco a poco adquiere conciencia de clase, y Alfonso Cortés, intelectual blanco y de clase alta venida a menos, que se convierte en músico. Un libro en el que los personajes no están construidos de manera dicotómica, lo cual hace que supere el panfleto que muchos han querido hallar en él.

Las cruces sobre el agua, estructurada en doce capítulos, era una novela de lectura obligatoria en la década de los 80, cuando estudié el bachillerato. No sé si todavía lo es. Este año la he vuelto a leer. Volver a esta obra después de tanto tiempo ha sido una experiencia nueva. Cuando la leí en la adolescencia no vivía en Guayaquil y los nombres de las calles eran, para mí, una ficción más. Ahora, cuando leo Pichincha, Sucre, 9 de Octubre, Olmedo o Malecón, me ubico geográficamente e imagino a los personajes por esos espacios a principios del siglo XX. Reparo en la transportación: las carretas, el tranvía, los escasos autos; la máquina de escribir en las oficinas, como tecnología avanzada; o el cine como la gran novedad. Hallo palabras que hoy no están al uso: manganzón, futre, jumo, carreteo, botija, cuja, enantes. Y descubro que a los policías desde entonces se los conocía popularmente como ‘pacos’.

Volver a esta obra después de tanto tiempo ha sido una experiencia nueva. Cuando la leí en la adolescencia no vivía en Guayaquil y los nombres de las calles eran, para mí, una ficción más".

Aunque los personajes centrales son Alfredo y Alfonso, podría decirse que es una novela de muchas presencias. Hay niños, jóvenes, ancianos; pobres y ricos; gente honesta y trabajadora, o a la fuerza desempleada; represores y rufianes de toda laya. Lo doméstico o la prostitución parece ser el lugar que en esta obra se le otorga a la mujer. La excepción es, quizá, Leonor, la cigarrera, una de las primeras obreras de las que se tienen noticias en el libro.

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Lo que más se recuerda tal vez es la matanza de los obreros; pero el libro tiene otros momentos que a mí me conmocionaron. Uno de ellos, cuando la prostituta Margarita Montiel llega a una reunión de planificación de la huelga como parte del Comité Rosa Luxemburgo y recibe pifias: “¡Fuera la hamaca Montiel!”, gritan los presentes. Ella se va. El hombre que preside la sesión los hace callar y dice: “¿Se creen que es mala porque es de la vida? Durísimo que trabaja en el Comité: ¡y es de corazón! ¡Pero así es la desgracia!”. Es la misma mujer que fue violada por su hermano. En fin, hay tanto que analizar y comentar de esta novela. Y es eso lo realmente interesante: que lo que tiene que decirnos no se agota. Por ese motivo es un clásico. (O)