La cadena para quien ostenta el cargo de la alcaldía de Leiden, ciudad universitaria neerlandesa, es un collar ceremonial que le da un aire magistral al que la porta. En este caso era el alcalde Henri Lenferink, aunque él mismo se esforzó por diluir la percepción de maestría cuando saludó a un grupo de investigadores reunidos en la ciudad. “Tan solo soy un humilde historiador”, les dijo a los trescientos integrantes de la Sociedad Interdisciplinaria para el Estudio del Placebo. “En realidad no sé nada sobre su área”, indicó.

No lo decía en serio; sabía lo suficiente sobre el asunto que había reunido en Leiden a los psicólogos, neurocientíficos, médicos, antropólogos y filósofos –el efecto placebo, aquel fenómeno en el que la gente afligida se siente mejor con tratamientos que funcionan por una razón aún no discernible– como para llamarlo frente a ellos “medicina falsa” y recalcar que seguramente funciona porque “a la gente le gusta que la engañen”.

Lenferink no lo habría dicho tan despreocupadamente si hubiese escuchado hablar el día anterior a esas decenas de luminarias sobre la ciencia de los placebos; justamente, ellos se habían congregado en su ciudad porque, como tantos profesionistas renegados, buscan que se les deje de considerar promotores de “medicina falsa”.

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La fuerza de la creencia

Después de un cuarto de siglo de trabajo, ya tienen suficiente evidencia para comprobar que es así. Sus estudios muestran que si le das a alguien una píldora compuesta de azúcar, ese paciente –sobre todo si tiene alguna condición crónica agravada por el estrés y si el tratamiento le es dado por alguien en quien confían– mejorará. Dile a alguien que su malteada normal es una bebida de dieta y su sistema digestivo va a responder como si hubiera tomado algo bajo en grasas. Si llevas a un grupo de atletas a los Alpes para que hagan ejercicio en máquinas mientras usan un tanque de oxígeno, su desempeño mejorará respecto a cuando inhalan aire ambiente… incluso cuando la saturación de oxígeno en el tanque es la misma que la del aire ambiente. Cuando un paciente se despierta de una intervención y le dices que se hicieron reparaciones artroscópicas, la rodilla que le molestaba ya no lo hace tanto pese a que solamente haya sido puesto bajo anestesia y se le hayan hecho incisiones superficiales. Si un medicamento tiene un nombre elaborado, se reporta que funciona mejor.

Ni siquiera es necesario engañar al paciente: le puedes dar a alguien con síndrome de colón irritable una sustancia placebo, decirle que lo es y que se sabe que esas pastillas son efectivas cuando se usan como placebos, y ese paciente mejorará, sobre todo si quien le da la pastilla le da el mensaje con compasión y calidez. La depresión, los dolores de espalda, los malestares relacionados con quimioterapia, las migrañas, el estrés postraumático: la lista de condiciones que responden bien a los placebos –en ocasiones tan bien como a los fármacos– es cada vez más larga.

Pese a ello, y a los estudios que demuestran que es así, aún no se entiende por completo al efecto placebo; y si no comprenden cómo funciona, muchos doctores no saben cómo utilizarlo o no quieren hacerlo.

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Los investigadores sí cuentan con explicaciones, solo que hasta ahora han tendido a ser psicológicas, con mecanismos como la expectativa –qué es lo que cree sobre el tratamiento quien se somete a él– y el condicionamiento al estilo pavloviano. Estas teorías respecto del efecto psicosomático, no son suficientemente científicas como para darle credibilidad a los ojos de muchos investigadores y médicos empapados en la tradición científica.

“¿Qué haría que nuestra investigación sea creíble para los doctores?”, se pregunta Ted Kaptchuk, director del programa para Estudios sobre Placebo y el Contacto Terapéutico de la Facultad de Medicina de Harvard, orador principal de la conferencia en Leiden. “Las moléculas. Les encanta eso”.

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Por el momento no hay moléculas que expliquen la expectativa o el condicionamiento –tampoco la teoría que promueve Kaptchuk de que el efecto placebo se debe a procesos conscientes e inconscientes a partir de la relación que hay entre paciente y doctor– y, sin esas moléculas, los investigadores sobre el placebo no han encontrado mucha cabida en la corriente tradicional de la medicina.

Puede que eso cambie pronto. Con ayuda de imágenes de resonancias magnéticas y otras técnicas, Kaptchuk y sus colegas han logrado dilucidar diversos procesos bioquímicos que lograrían explicar por qué los placebos funcionan y por qué son más efectivos para algunas personas y para tratar ciertos desórdenes. Parece que están por hallar las moléculas. Con eso podrían revelarse fallas fundamentales en cómo entendemos los mecanismos de curación de nuestros cuerpos y en cómo evaluamos si funcionan o no las intervenciones médicas típicas. El efecto placebo, que desde hace tiempo ha sido la contraparte negativa de la ciencia médica, podría representar pronto un reto fundamental.

Una historia de descrédito

En cierto modo, la mala reputación del efecto placebo surgió en 1784 durante el régimen del rey francés Luis XVI. En París residía el médico Franz Anton Mesmer, quien había huido de Viena unos años antes cuando las juntas médicas decidieron que su afirmación de que había curado la ceguera de una joven tras ponerla en trance era falsa y que, aparentemente, había algo muy inapropiado en cómo había tratado a la joven. Mesmer promovió en París una teoría acerca de cómo había “funcionado” el proceso de trance: había una fuerza en el universo llamada magnetismo animal que provocaba enfermedades si era perturbada. Convenientemente para Mesmer, el magnetismo podía ser percibido y desperturbado solo por él y por las personas a las que él entrenaba.

Hubo suficientes reportes de gente que mejoraba tras visitarlo como para que hubiera filas de visitas frente a su puerta en París. Las afirmaciones de Mesmer, además, representaban un reto directo a la idea central de la Ilustración: que la verdad podía ser determinada por cualquiera con tal de que usara sus sentidos a partir del escepticismo. Así que las quejas sobre el trabajo de Mesmer llegaron hasta la corte de Luis; y el rey, que quería venderse como el gran ilustre, acudió con los científicos. Les pidió al químico Lavoisier, al astrónomo Bailly, al doctor Guillotin y a otros que investigaran las aseveraciones de Mesmer e instaló a Benjamín Franklin, en ese entonces enviado estadounidense, como director de la comisión.

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Los científicos idearon diversas pruebas para determinar que lo que experimentaban los pacientes de Mesmer no era causado por el magnetismo animal, a partir de un método sencillo: vendarles los ojos a los pacientes para ver si el efecto era el mismo si no podían ver qué se les hacía.

Uno de los discípulos de Mesmer, Charles d’Eslon, estuvo a cargo de realizar las pruebas. El pánel científico le pidió que moviera sus manos cerca de alguna parte del cuerpo del paciente y que el paciente después dijera dónde lo sintió; les decían a los participantes que d’Eslon estaba presente en la sala cuando no era así, y viceversa, o les indicaban que estaba haciendo algo que no. En cada prueba, los pacientes reaccionaban de acuerdo con lo que les decían que el médico había hecho, pero sin que d’Eslon realmente hubiera hecho nada.

Concluyeron entonces que no había causalidad entre la conducta del doctor y la respuesta del paciente. En su reporte, el pánel escribió: “La imaginación produce todos los efectos atribuidos al magnetismo”. D’Eslon sostuvo que, imaginación o no, el efecto podía ser muy valioso para aliviar el malestar humano de ser usado por profesionales médicos.

El reporte de la comisión fue traducido al inglés y se volvió muy popular, pero no por la sugerencia de d’Eslon, sino por las implicaciones científicas: se había demostrado que si se eliminaba la imaginación la ciencia podía encontrar la verdad sobre nuestros cuerpos afligidos. La comisión dirigida por Franklin se refirió así a lo que ahora llamamos efecto placebo, para establecer que esto era lo que los médicos debían aislar e ignorar.

En 1955 la ciencia volvió al efecto placebo, pero solo para buscar cómo ponerlo en cuarentena. Durante una reunión de la Asociación de Médicos Estadounidenses, el cirujano de Harvard Henry Beecher recalcó que aunque ellos creyeran que los placebos eran medicina falsa —el nombre de hecho proviene del latín y significa “complacer”— no podían negar que tenía resultados.

“Por mucho tiempo pensamos que era la imaginación. Ahora con las imágenes se puede ver cómo literalmente se prende el cerebro cuando a alguien le das una píldora hecha de azúcar”.

Beecher dijo que si era suficientemente poderoso como para que un tercio de los pacientes analizados por él mejoraran, entonces el efecto placebo sí desempeñaba un papel para estudiar el efecto íntegro de un fármaco: los medicamentos solo podían ser calificados como efectivos si funcionaban mejor que el placebo. Entonces debían compararse sus efectos.

Importancia en estudios clínicos

El método de doble-ciego nació para evaluar nuevos medicamentos: ni el médico ni el paciente que administra un fármaco puesto a prueba sabe si se trata de un placebo. Es un método usado hoy en prácticamente todos los estudios clínicos; la Administración de Alimentos y Medicamentos (FDA, por su sigla en inglés) requiere que una nueva droga tenga mejores resultados que los placebos en dos análisis independientes antes de ser comercializada.

Es decir, el efecto placebo tiene una naturaleza contrastante: se incluye en las pruebas clínicas porque se reconoce que tiene un efecto importante en el tratamiento, pero se considera que ese efecto en sí no es el importante.