La Feria Internacional del Libro que se realiza en Quito (FIL Quito) parecería condenada a salir mal o, para no ser dramáticos ni absolutos, a no salir bien.

El problema no es la “buena onda” o “las mejores intenciones”, que jamás están en duda, como sí lo son la improvisación y la falta de transparencia que, en los últimos años, ha rodeado a uno de los eventos culturales más esperados de la capital. Al menos, por quienes encuentran en los libros a la posibilidad real de existir de otra manera, distinta a la cotidiana, más como un ejercicio de soberanía propia, del legítimo “leo lo que me dé la gana”, que como un momento burocrático o una cita de trabajo. “Más libros, más libres”, dicen.

Solo para no olvidar un par de antecedentes que dicen mucho: en la feria del 2010, el Ministerio de Cultura expuso en vitrina un libro sobre Tránsito Amaguaña, pero quien quería tenerlo debía, obligatoriamente, enviarle una solicitud escrita a la ministra de entonces Érika Sylva; en el 2015, el país invitado fue Chile, pero ni el embajador de la época ni los empleados del stand supieron responder quién era Roberto Bolaño (uno de los más grandes escritores contemporáneos nacido en ese país). En el 2016, las grandes librerías consagraron la venta de hueso, el mal de siempre. Nada importante, el mérito siempre fue haber levantado la feria de la nada, porque los libros y la cultura son una prioridad para la nación.

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Ahora, otro tanto. Los remiendos y las costuras fueron evidentes en la última edición de la FIL, que se realizó del 18 al 22 de diciembre en el Centro de Convenciones Metropolitano.

Un talentoso escritor quiteño me dijo en Twitter -palabras más, palabras menos- que era una cuestión de visiones: que para unos la feria estuvo buena y para otros mala, que es un tema de perspectivas.

Sin embargo, esa percepción, a manera de justificación, puede terminar vistiendo a un elefante con el traje de un mosco o a una dictadura con la etiqueta de una democracia, puede darle a un beso la forma de un billete de cien dólares o la textura de una rana. Todo vale; cuestión de visiones, diría aquel autor.

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Y no, la FIL demostró una vez más, a punta de hechos, que no todo responde a una retórica subjetiva. Una síntesis: las grandes librerías -Mr Books, Libri Mundi y Española- no estuvieron, la “gratuidad” de los stands no contemplaba panelería ni instalaciones eléctricas, muchos expositores no supieron dónde tenían que disertar, el 70% de los participantes no aceptaba pagos con tarjeta y el único cajero automático apenas si funcionaba... Etcétera, etcétera, etcétera. Minucias. Puntos de vista sin mayor trascendencia.

La pelotita de las responsabilidades se pasea de oficina en oficina. Del Ministerio de Cultura, que acusa a las librerías de “bajarse” de la feria días antes de su inauguración; a las contratistas, que se amparan en que no hubo suficiente tiempo para armar el evento; y de ahí, para luego volver por el mismo camino, a la Cámara del Libro, que asegura que toda la organización estuvo a cargo, exclusivamente y por decisión propia, del ministro de Cultura, Juan Fernando Velasco, y de su gerenta, la escritora María Fernanda Ampuero.

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De un lado, el mal que se repite: la fatal mezcla de improvisación y entusiasmo; y, del otro, también vale reconocer, una ciudad que, por su escaso interés, menosprecia la oportunidad de leer -de ser, a través de páginas y páginas escritas con o sin talento- lo que le dé la gana, al menos una vez al año.

Sería ingrato no reconocer la valía de participantes como Sabrina Duque, Alberto Chimal, William Ospina, Liniers, Montt y otros, así como la presencia de editoriales independientes, pero sería injusto mirar hacia otro lado y no decir que por entre aquellas costuras, dispuestas casi a reventar, se escapaban los tufos de una batalla de egos e intereses.

A dos semanas de la clausura de la feria, la única evaluación oficial es un mensaje de WhatsApp compartido en el grupo de periodistas que cubre temas de cultura. Allí se dice que hubo 258 actividades, 90 talleres para niños, 53 para jóvenes, 19 en la sala de la poesía, 30 en la Jorge Enrique Adoum, 24 en la Nelson Estupiñán, 12 en la Pablo Palacio y 30 en la Tránsito Amaguaña.

Vale. Al menos un par de números. Ahora, más allá del asunto editorial, ¿quién explica cómo se usaron los $ 700 000 que costó la feria?, ¿con qué criterio se contrató a la empresa productora?, ¿cómo se la evaluará?, ¿en qué queda, finalmente, el acuerdo tripartito entre el Municipio, la Cámara del Libro y el Ministerio?

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Según las rendiciones de cuentas del ministerio, en el 2018 el proyecto Plan Nacional de Promoción del Libro y la Lectura José de la Cuadra, tuvo un presupuesto codificado de $ 4’224 089,8 y una ejecución del 85,03% ($ 3’591 551,24). Además, la Senplades comunicó al Ministerio de Cultura de la emisión de un dictamen de prioridad del proyecto para el período 2018-2019 por un total aprobado de $ 5’392 045,67. ¿A quién se le pregunta sobre la liquidación y destino de esas asignaciones?

Al cierre del año, no hay respuestas.

***

Por supuesto que cometí errores. Nunca había hecho algo así. Por supuesto que cometí errores. Nunca había hecho algo así. Por supuesto que cometí errores. Nunca había hecho algo así. Por supuesto que cometí errores. Nunca había hecho algo así. ¿Cuantas veces más lo digo?

Luego de recorrer todos los stands, el último día de la feria busco datos en las redes para escribir una evaluación y me topo con una sorpresa: María Fernanda Ampuero me ha bloqueado en Twitter. Ella fue contratada por el ministro Juan Fernando Velasco como gerenta del Plan de Promoción del Libro y la Lectura en julio. De paso, en su calidad de funcionaria pública, quedó encargada de la FIL 2019.

Para entonces, yo había leído su magnífico libro de relatos Pelea de Gallos. Quedé encantado con su fuerza y contundencia, así como con su habilidad para abordar temas muy sensibles -como el machismo, la violencia, el incesto, la sangre- con calidad estética y narrativa. Logró, me dije al cerrar la última página, que la descripción de las atrocidades más complejas se vuelva sencilla y digerible, palpable, un espejo donde reconocernos con vergüenza. Le escribí un tuit de felicitación y me contestó muy agradecida.

Luego la entrevisté para el lanzamiento de la FIL, aunque fue evidente su molestia -su sonrisa eterna se esfumó, de pronto- ante a mi pregunta de cual era el alcance de su frase “la gente que lee ama, no odia ni tira piedras”, mencionada en su intervención en la rueda de prensa. En la edición del texto, resolví quitar esa parte, puesto que las protestas de octubre podrían dar lugar a confusiones. Hasta allí, todo iba bien. Me despedí y me fui a la feria desde el día de su inauguración.

Al recorrerla me di cuenta de sus múltiples dimensiones. Una era la feria que se veía en Twitter y demás redes, llena de amor y promesas; otra la que se vivía entre los participantes (stands), una lucha contra la desorganización; y otra la que recorrieron los ciudadanos de a pie, quienes -igual que en años pasados- pagaron las consecuencias de una oferta limitada y de un espejismo creado por el marketing oficial.

Sorprendido por el bloqueo, pregunté en Twitter si ese es el nivel con que el Ministerio de Cultura procesa la crítica. ¿Abiertos solo al aplauso? Y añadí que ser funcionario público exige tolerancia, pues se está más expuesto al escrutinio general, no solo de los periodistas. Y, aunque no lo crean, aplica también a los buenos escritores.

Me llovieron las reacciones de más gente que también había sido bloqueada. Sería un detalle más, otra minucia, si no fuera porque María Fernanda Ampuero -de quien vale recalcar su mérito en la literatura- estuvo al frente de la Feria del Libro en su calidad de funcionaria pública, administrando dinero público para un evento público. Es decir, financiado por todos los ecuatorianos.

¿Que la cuenta de Twitter es suya y sabrá lo que hace con ella? Pues sí, porque sus contenidos son consecuencia de su libre albedrío, y no, porque ahora está limitada por su vinculación al sector público. Un dilema difícil, pero inevitable cuando una persona decide trabajar para el Estado; es decir, para los demás y no solo para sí misma.

En México, por ejemplo, ya son varios los jueces que este año han ordenado a autoridades estatales desbloquear a periodistas, por considerar que esa práctica atenta contra el acceso a la información.

En Colombia existe un manual de redes oficial en el que, expresamente, se recomienda a los funcionarios de gobierno: “Nunca bloquee a un usuario, ya que esto le puede generar mayores crisis de comunicación” .

La propia Relatoría Especial para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) ha considerado a estas prácticas como formas de restricción indirecta.

Creo que lo único que puedo decir sobre las críticas es: hice lo que pude con lo que tuve y estoy orgullosa.

El caso del presidente estadounidense Donald Trump es paradigmático. Varios tribunales han declarado como inconstitucional el bloqueo de usuarios por parte del mandatario. En mayo del 2018, la magistrada Naomi Reice Buchwald dijo que “bloquear a los demandantes por sus opiniones políticas supone una forma de discriminación”. En la misma línea, en este año, el juez de circuito Barrington Parker recordó que “la mejor respuesta al discurso desfavorecido en asuntos de interés público es más diálogo, no menos”.

Quien desee saber cómo administra su cuenta de Twitter la gerenta del Plan de Promoción del Libro y sus razones para bloquear a sus críticos probablemente encuentre una respuesta en la escritora de Pelea de Gallos, que no para ni se cansa de lanzar trinos, dar likes, enviar mimos, condenar al poder patriarcal, ponderar la sororidad y, paradójicamente, silenciar a quien piense distinto. Un doble estándar para el ejercicio del poder. Cualquier otra consideración es una minucia. (O)