Nunca entendí cómo podía desaparecer una cancha, y menos un estadio de fútbol. Me pasó, me pasa todavía, con el de Platense que estaba en Manuela Pedraza y Cramer, una esquina preciosa de Buenos Aires. Era un hermoso escenario de madera y chapa de los de antes. Atrás había dos frontones de pelota vasca, canchas de tenis, de básquet. Y hasta un velódromo de madera lustrada tenía Platense. ¡Velódromo…! Pero el lote no era suyo, alquilaba. Y el club era un caos. Un mal día de 1971 se fundió, un juez dictó la orden de desalojo y los dueños, que estaban hartos del club porque no les pagaba nunca la renta, en lugar de tirarle la ropa por la ventana le desarmaron las tribunas y lo empujaron a la calle. Le apilaron prolijamente los tablones, las chapas, los hierros para que alguien se los llevara. Chau, Platense.

Sentí tanta pena que me encariñé para siempre con el Calamar (así le dicen). Algo similar acontece con los escenarios de Estados Unidos. Después de disputados algunos torneos o de una breve cantidad de años, si el recinto no genera rédito o cuesta mantenerlo, se lo implosiona y punto. El Orange Bowl de Miami, un coliseo de 72.319 espectadores, fue demolido en 2008. Pero allá es menos grave porque no existen el amor y la tradición que nosotros tenemos por nuestras canchas y nuestros clubes. Un millonario compra la licencia de un equipo, lo saca de una ciudad y lo instala en otra como si fuese un supermercado; es para ganar plata. Y la gente va a comer y a pasar la tarde. No hay sentido de pertenencia. Lo nuestro es cultural, los clubes son parte de la vida de un barrio, un hecho familiar. Lo de Platense fue un crimen de leso fútbol.

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La pérdida del estadio y la sede tuvo aristas penosas. En aquel año 1971 entró en una virtual desaparición. Le pasó todo: el plantel completo de Primera se declaró libre por falta de pago, debió presentarse con juveniles y perdió 11 a 1 con Independiente, descendió a la “B”, estaba asfixiado por decenas de juicios, se quedó sin cancha, sin sede y sin presidente: hubo renuncias masivas. Nadie quería hacerse cargo de la situación. Una señora del barrio, Natividad Gallego de Marcovecchio, viuda y con dos hijos, hizo historia en el fútbol argentino: tuvo el coraje de asumir la presidencia en lo que parecía el apocalipsis institucional. La primera mujer al frente de un club de fútbol.

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Pero el amor del hincha es tan grandioso como el Himalaya. Se juntó todo el barrio de Saavedra y empezaron de nuevo desde cero, o desde menos mil. Se mudaron a un nuevo predio donado por el municipio de Vicente López, subieron muchos juveniles a Primera y comenzaron a transitar los ardores del ascenso. En 1976, Platense volvió a la “A”; en 1979 inauguró su nuevo estadio, más moderno y amplio que el anterior y, sobre todo, en una ubicación excepcional, cercano al de River. En el 80 fue subcampeón detrás justamente del equipo Millonario. Ya estaba superada la virtual desaparición de 1971 y la gloria sobrevolaba el cielo Calamar. En apenas nueve años.

Luego entró en un tobogán de subidas y bajadas. En 1999 bajó al Nacional “B”, dos descensos lo depositaron tercera (la “B” Metropolitana). Y en 2021, por fin, volvió a Primera.

La historia de Platense, sus simpáticos y también dramáticos vaivenes merecen más que un libro, una enciclopedia. El capítulo más bello sería el referido a su nacimiento. Corría mayo de 1905; Buenos Aires estaba salpicada de descampados; los pibes que jugaban a la pelota en la canchita de Posadas y Callao, zona de Recoleta, buscaban teñir de seriedad el asunto. Primero formaron un equipo, luego querían ser club. La clase humilde de todos impedía afrontar los gastos que significaba formar la sociedad. La solución la trajo Antonio Meraggia, un changarín que jugaba en el equipo. Acercó una fija para el hipódromo de Palermo. Iba a correr Gay Simón, un caballo del stud Platense que, según se enteró Meraggia, en los aprontes volaba. Y pagaba bien. Los muchachos rascaron de donde pudieron, juntaron 5 pesos y se los pusieron a las patas de Gay Simón. El potro se portó bien: ganó y pagó una fortuna: 89 veces por boleto. Los 445 pesos de dividendo sobraron para fundar el club, comprar uniformes y una pelota.

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¿Cómo lo iban a llamar? Una obviedad: Platense, en honor al stud. ¿Y los colores? Marrón y blanco, por la chaquetilla del jockey. Platense es el club de Julio Cozzi, famoso arquero de la selección argentina y de Millonarios de Colombia; de Alfaro Moreno, de Marcelo Espina, actual comentarista de ESPN, y de David Trezeguet. Surgido de las infantiles del club, Trezeguet es la última joya de Platense. Debutó en 1994, pero duró poco. Tapado por las deudas, como siempre, Platense cedió a Trezeguet a un acreedor al que le debía 90.000 dólares. “Dame algo más, mirá que el pibe anda bien”, rogó el presidente de entonces, Miguel Lupi. El negociador accedió: “Te doy 10.000 más”. Por cien mil dólares, el chico de 16 años se fue al Mónaco. Poco después, el príncipe Alberto Rainiero lo transfirió a la Juventus en 26 millones. Enseguida sería campeón del mundo y de Europa con la selección de Francia, debido a que nació en Rouen cuando su padre, Jorge, jugaba allá. Pero vendrán otros Trezeguet. Platense está por encima de toda contingencia, las vicisitudes parecen ser su alimento espiritual. Cae, se levanta y vuelve más fuerte.

Con 120 años de existencia, ese Platense de la modestia acaba de escribir su página más sublime: el sábado dio un campanazo, tumbó a Racing en Avellaneda ante una multitud (1 a 0), y el martes eliminó a River en el Monumental ante 85.000 hinchas rivales. Pasó a la semifinal del campeonato argentino. El domingo le toca otro grande, San Lorenzo. Si lo pasa, será histórico por doble motivo: porque nunca avanzó hasta una final y por los adversarios que le han tocado, a un solo partido y de visitante siempre.

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“Una noche para el olvido”, dice la cadena ESPN. Para el olvido de River. Lo del marrón fue casi heroico. Iba ganando 1-0 la visita hasta el minuto 99, cuando el árbitro Yael Falcón Pérez dio un dudoso penal a favor de River que el chico Mastantuono convirtió en gol. Inmediatamente terminó el partido, debieron decidir por penales (sin alargue) y allí avanzó Platense al imponerse 4 a 2. El equipo Calamar impuso el carácter de su gran capitán, Ignacio Vázquez, iba arriba en el marcador y estuvo cerca del 2-0. Sin embargo, fue gravemente perjudicado por los fallos del juez, que desataron un escándalo. Quedó una sensación de desamparo en todas las hinchadas del país aun cuando clasificó Platense. La Nación, uno de los diarios líderes del país junto con Clarín, tituló sin ambages en tapa: “El árbitro favoreció a River: igual quedó eliminado”.

Parecía imposible, por el gran presente de River, por su presupuesto cien veces mayor, pero el vecino chico lo dejó afuera anulándolo por completo con un despliegue notable, sin meterse atrás, peleando en el medio, en un planteo muy inteligente de su dupla técnica -Sergio Gómez y Favio Orsi- quienes se iniciaron dirigiendo juntos en Primera C.

Cada vez que asoma el Calamar en el horizonte futbolero nos acordamos de aquel cruel 1971. Por aquellos días todos nos hicimos un poco de Platense. (O)