Al mundial, como a recibir el Premio Nobel, se va de esmoquin; a la eliminatoria se acude con uniforme de combate. Es una guerra sin muertos, pero fascinante, la que más pasiones desata de los torneos sudamericanos por la atmósfera excepcional de cada partido. Si de por sí las selecciones activan el sentido de pertenencia, las eliminatorias exacerban los nacionalismos, los desafueran. Y los himnos ayudan, van las manos al pecho… Parecen duelos de países.
El mundial es como un viaje de egresados; la eliminatoria es la carrera que se debe cursar para obtener el pasaje. El premio y el esfuerzo previo. Y los partidos son las materias que hay que ir aprobando para graduarse. Se vienen los dos primeros exámenes finales. Desde hoy comenzaremos a ver quiénes estudiaron y quiénes deben mejorar. Los que logren hasta el sexto mejor promedio recibirán el diploma. El séptimo deberá dar un examen adicional, ese purgatorio que es el repechaje.
Antiguamente era muy bravo. Cada salida al exterior significaba una aventura viril; había que tener clase y temple para obtener un resultado de visitante. La adversidad era un viento que te pegaba en la cara. Desde el viaje hasta los factores climáticos, sobraban presiones y agresiones. Era normal encontrarse con un campo en pésimas condiciones… O simplemente aparecía la picardía criolla: te impregnaban el camarín con kerosene, te pateaban las puertas, el bus debía pasar entre los hinchas locales, los diarios ponían títulos incendiarios. Y otras hierbas… “Te cambiaban la pelota, ponían una más liviana, mojaban la cancha… —nos contaba el inolvidable Luis Cubilla, grandísimo puntero uruguayo—. Las hinchadas te gritaban, arrojaban cosas, iban a los hoteles a perturbar. Para desconcentrar al rival se inundaban los vestuarios, te ponían picapica en la camilla de masajes… Uno se acostaba ahí, se le pegaba el picapica sin darse cuenta y después pasaba todo el partido rascándose. Había todo tipo de mañas. Ahora todo es muy diferente, más limpio”.
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La organización del fútbol avanzó siglos. Se gana en el rectángulo, no afuera. No obstante, la tensión se mantiene. Hoy las eliminatorias son más serenas y previsibles, hay menos trampa y más garantías, la televisión es un fiscal riguroso que muestra todo, el reglamento es más severo. El visitante está protegido. Ganar afuera ya no está vedado para nadie; tampoco conlleva peligros. La tarde que Colombia dio el histórico golpe del 5 a 0 en Buenos Aires, en 1993, el público argentino, siempre temido por su fanatismo —y aún dolido por el baile—, terminó aplaudiendo al equipazo aquel de Pacho Maturana. El hincha verdadero sabe reconocer. Wbeimar Muñoz, prestigioso comentarista radial, relató una anécdota bellísima de esa jornada que entró en los anales del fútbol: “Después de terminado el juego, alargamos la transmisión por horas, y ya bien entrada la noche fuimos con Édgar Perea, Hernán Peláez y Marco Antonio Bustos a cenar a la calle Corrientes, toda llena de restaurantes. Fuimos directo desde el estadio de River y llevábamos puestas las camisetas naranjas con el logo de Caracol adelante y la palabra ‘Colombia’ detrás. Entramos en Arturito, a media cuadra del Obelisco. Estaba colmado; la gente nos reconoció enseguida como colombianos, se puso de pie en todas las mesas y empezó a aplaudirnos. Al principio no entendíamos qué pasaba, es que no estábamos habituados a esas cosas que generan los grandes triunfos. Sentimos un orgullo tremendo. Fue tan emocionante que nos quebramos hasta las lágrimas”. Era el premio a una vida trashumando detrás de la pelota con un micrófono o una máquina de escribir.
Esa belleza áspera de la eliminatoria tiene que ver, también, con la tradición del fútbol continental, sus rivalidades y su paridad; todos se ganan o se quitan puntos. Algunos son menos fuertes que otros, pero no hay Chipres ni Maltas ni Andorras. Tiene el poder de cambiar el humor en Sudamérica. De alegrar, amargar, entristecer o entusiasmar a millones de personas. El estado de ánimo se mueve al compás de los resultados. Ganó la selección, felices. Perdió, enojados, amargados. La mejor muestra, la más simpática, la rescatamos de la prensa paraguaya en 2016, que dedicó ácidas críticas a la Albirroja al ser eliminada en la Copa América de Estados Unidos, con títulos como “Vergüenza”, “Tocamos fondo” y otros por el estilo. Al siguiente partido, ya por la clasificación a Rusia 2018, Paraguay venció a Chile 2 a 1 y el importante diario ABC Color tituló en portada, con dulzura: “¡Garra, amor y corazón!”. No hay grises.
Ya para los ‘90 era todo más civilizado. O más regulado y mejor controlado. Y ahora, definitivamente, más diáfano aún. El que tiene argumentos para ganar puede hacerlo donde sea. El único imponderable, como siempre, son los árbitros. En la última clasificatoria, para Qatar, hubo varios errores serios, aun con VAR.
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Dijo Mbappé: “Argentina y Brasil no juegan partidos de mucho nivel para llegar al mundial. El fútbol no está tan avanzado como en Europa”. Y despertó el indio que llevamos dentro los sudamericanos. César Luis Menotti, cabreado, le respondió: “Que Mbappé venga a jugar contra Chacarita, a ver cómo le va…”. Por lejanía, el atacante francés tal vez no sabe lo que es una eliminatoria sudamericana, jugar en la altura de La Paz, en el húmedo sopor de Barranquilla, ignora lo que es ser visitante en la Bombonera, enfrentar el biotipo físico ecuatoriano en Quito, tener que vérselas seguido contra Brasil en Río o San Pablo, toparse con zagueros uruguayos…
La eliminatoria europea es infinitamente más fácil que la nuestra. La UEFA tiene 55 miembros y clasifican 16. Les sobran cupos; por eso, nunca juntan en un grupo a dos grandes. Francia tal vez se cruce con Rumania, Gibraltar, San Marino y Macedonia. Un helado de chocolate. Acá, hasta Venezuela es peligroso. La diferencia es la óptica, la fuerza política y mediática, el prisma eurocentrista. Si Messi le hace cinco goles a Venezuela, “no jugó contra nadie”; si Cristiano Ronaldo le marca cinco a Chipre, “es un animal competitivo”.
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Ni la Copa América ni el Mundial ni la Libertadores ni la Champions, ninguna competencia futbolística alcanza el grado de tensión de la eliminatoria, el único torneo que no determina un campeón. No otorga títulos, pero pone en vilo al continente, lo tensa como una cuerda al límite. Es un cofre que se abre y reparte alegría o decepción, no tiene grises. El mundial ya es más una fiesta; la eliminatoria es drama, el miedo de quedarse afuera. Quien no va al mundial se siente el último de la clase. Luego, allá, aunque se pierda, queda la satisfacción de haber estado.
Esta será la decimonovena eliminatoria sudamericana. Arrancó en 1954. Antes no había, pues las selecciones iban invitadas al mundial. Incluso algunas desistían del convite. Una vez más, la carrera promete ser de una paridad meridiana. Acá no hay Kosovos ni Luxemburgos: todos están en condiciones de ganar y perder contra todos. Por eso es la eliminatoria más difícil del mundo. Y la más apasionante.
De los últimos diez mundiales, Argentina y Brasil asistieron a los 10, Uruguay a 7, Colombia y Paraguay a 5, Ecuador a 4, Chile a 3, Perú y Bolivia a 1; Venezuela sigue virgen. De modo que, después de casi cuatro décadas, los tres de arriba y los tres de abajo siguen siendo los mismos. ¿Y ahora…? Ahora sabe Dios. (D)