El deceso de Luciano Macías Argenzio, el anterior 5 de agosto, conmovió las fibras más sensibles de los aficionados al fútbol. No solo de la enorme legión de fanáticos del ídolo del Astillero, sino de todos los que guardan en su memoria el ejemplo del casi extinguido amor por la camiseta y la hermosa pasión por una divisa. Luciano lo mostró en los 357 partidos oficiales en que vistió la camisa de seda oro y grana (que se abrochaba con corchetes y se cambió luego por una camiseta), sino también cuando se puso la tricolor 23 veces.

Diario EL UNIVERSO le dedicó dos hermosos artículos, pero nunca sobrarán las columnas y notas para destacar un paradigma de bravura, valentía y clase. Le estaba debiendo mi homenaje porque lo vi jugar desde su primer partido hasta su despedida, y porque me unió a él una hermosa amistad que surgió cuando yo era un muchacho de catorce años y Luciano Macías se había convertido en poco tiempo en un ídolo en las filas del equipo más popular del país. Ocurrió en la parroquia Tenguel, en tiempos en que la United Fruit era dueña de esas tierras bananeras y el sitio de residencia de los empleados parecía una campiña estadounidense.

Víctor Hugo Egüez, exnadador de Emelec, había formado un equipo de natación, pero le faltaba un espaldista y consiguió permiso de mis padres para que yo fuera a reforzarlos para unas competencias con las que se iba a inaugurar, en abril de 1956, la piscina del club de empleados y en las que iban a participar delegaciones de Emelec, encabezada por Fernando Aspiazu Seminario, exnadador eléctrico; y del Tenis Club, que presidía el gran periodista Manuel Chicken Palacios. Me alojaron en la villa de la familia Rivas Avecillas, en la que estaban también los hermanos Argenzio Avecillas, primos de Luciano. Y allí llegó el famoso zaguero barcelonés para presenciar las pruebas. Desde ese tiempo nació mi amistad y el ciento de horas de charlas futboleras prolongadas hasta hace poco en la Asociación Barcelona Astillero.

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Luciano nació en Ancón (28 de mayo de 1935), pero llegó de chiquillo a nuestra ciudad. En el barrio de Lorenzo de Garaycoa y Argentina lo vio jugar Rigoberto Pan de dulce Aguirre, prócer de Barcelona, quien había formado el equipo Argentina, que jugaba en las hoy desaparecidas Ligas de Novatos. Fue Aguirre el que lo llevó a los juveniles de Barcelona, donde Macías formó una gran retaguardia con Miguel Esteves y Mario Zambrano. Los tres fueron ascendidos en 1953 al primer equipo. Para Macías el debut fue con todas las luces.

El debut, en 1953

El 21 de noviembre de ese año, en la rueda final del torneo de la Asociación de Fútbol del Guayas, se debían medir los del Astillero en el encuentro de fondo. Galo Solís, firme como titular en el puesto de marcador de punta derecha, se había lesionado en el cotejo anterior contra 9 de Octubre. El técnico barcelonés dispuso que en el Clásico en que empezaba a disputarse la corona ocupara el lugar de Solís el prometedor defensor de 18 años Luciano Macías. Fue el entrenador español Servando López, muy poco reconocido en estos tiempos, el que lo hizo debutar.

Barcelona formó ese día de 1953 con Jorge Delgado; Luis Niño Jurado, Sánchez y Macías; César Veinte mil Solórzano y Heráclides Marín; Jorge Mocho Rodríguez, Enrique Pajarito Cantos, Sigifredo Cholo Chuchuca, José Pelusa Vargas y Clímaco Cañarte. Para hacer más feliz el estreno de Macías Barcelona ganó el Clásico del Astillero 3-1, con goles de Chuchuca (2) y Rodríguez. La anotación eléctrica fue de José Vicente Balseca. El siguiente partido fue el 26 de noviembre, contra Everest. Solís se había recuperado, pero el lesionado era ahora Jurado. El ibérico López hizo jugar a Macías como marcador de punta izquierda.

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En 1954 Galo Papa Chola Solís, uno de los forjadores de la idolatría torera que alineaba en esos tiempos heroicos con Carlos Pibe Sánchez y Juan Zambo Benítez, fue conquistado por Emelec. El puesto que dejó fue ocupado por Macías, quien desde esa temporada sería inamovible hasta su retiro en 1971, jugando como marcador de punta o cuarto zaguero. Se convirtió pronto en un líder y en objeto de pasión idolátrica.

Otro suceso histórico nacido en 1954 fue el advenimiento del célebre duelo que jamás será igualado: el de Macías y Balseca. Ocurrió el 13 de octubre de ese año. El futbolista de Barcelona seguía marcando al alero derecho y Balseca había sido corrido del puesto de centrodelantero a la punta diestra por la llegada de Carlos Alberto Raffo. El ya famoso Loco desató una euforia inigualada por su estilo alegre y festivo, aparte de su gran calidad, lo que provocaba, a veces, acciones fuertes de sus celadores. Había un enorme interés por ver qué haría Macías ante los firuletes, amagues y cabriolas de Balseca.

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Luciano Macías.

El canario lo esperaba con los ojos fijos en el balón sin hacer caso del bailecito del eléctrico. El público se ponía de pie cada vez que se enfrentaban. Por casi una década duró el duelo que llenaba el viejo estadio George Capwell y luego el Modelo. Ellos solos, Macías y Balseca, hacían estallar las boleterías. Todo eso pertenece a una época que ha quedado en la historia y no habrá vuelta posible; quedó solo para la remembranza de una bella era que sepultaron los técnicos enemigos del espectáculo y sus adoradores con micrófono, que a cada rato despotrican contra ese fútbol alegre que no vieron ni verán nunca, cuando la única táctica posible era salir a ganar con el corazón a reventar en cada centímetro del césped.

Salvador de arqueros

Una de las grandes cualidades de Luciano Macías era la de su espíritu aguerrido. Era un conductor de su tropa, ponía y reclamaba entereza, entrega. Su camiseta era bandera vencedora encharcada de sudor por el empeño de conseguir la victoria. Enfrentó a los mejores delanteros del país y a los del extranjero. A veces perdía, como cuando su oponente fue Garrincha, en 1963. Pero era necesario ser el mejor puntero del planeta, un doble campeón del mundo como el genial brasileño para derrotarlo.

Otra de sus virtudes era la de salvador cuando su arquero estaba vencido y el balón iba a llegar a la red. Como de las sombras salía Macías para evitar la conquista desde la raya. Vimos esas acciones docenas de veces en las 19 temporadas en que defendió la enseña de su club y la de la Selección.

También fue arquero emergente de Barcelona. Se recuerda siempre el 4 de noviembre de 1960, en Ambato, cuando Cobo, delantero de Macará, arremetió contra Pablo Ansaldo, quien había detenido un tiro del argentino Adolfo Tarsis. No había portero suplente y Macías se puso el buzo. Veinte minutos duró en el puesto: voló, se barrió y detuvo toda la ofensiva ambateña, hasta que volvió a ingresar Ansaldo.

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Quiero copiar una frase del gran Diego Lucero cuando el 18 de junio de 1968, desde las páginas de diario Clarín, hablaba de la muerte del legendario José Nasazzi, bicampeón olímpico en 1924 y 1928, y mundial con Uruguay en 1930, y ponerla en una lápida imaginaria en la tumba de Luciano Macías: “De él podría decirse lo que dijo Napoleón de Alejandro Magno: Fue el más grande capitán de la historia”. (O)