Fue una mezcla de dicha, orgullo y emoción, de sentirse como nunca italianos y tocar el cielo, abrazarlo, cantarle, pintarlo, esculpirlo. El grito y la corrida de Marco Tardelli en el segundo gol simbolizan toda la euforia de la patria de Da Vinci y Miguel Ángel por aquella sublime conquista del tricampeonato. La península entera estremecida, el viejo Calcio hizo cima en España 82. Venció en la final del mundo a Alemania 3 a 1 con absoluta claridad y un fútbol inteligente, de pierna fuerte y templada, demostrando que el coraje latino es tan o más contundente que el siempre alabado carácter germánico. Ya tenía Italia los títulos del 34 y 38, que cuentan, pero en tiempos muy incipientes. La de 1982 fue la consagración cumbre de la Azzurra, porque venía de eliminar a Brasil, Argentina y Polonia, tres cinturones negros. Y porque redondeó una final perfecta ante el más temido de todos.

“El fútbol es un deporte donde juegan once contra once y siempre gana Alemania”, sentenció una vez Gary Lineker. “Excepto frente a Italia…”, debió agregar. La Azzurra fue la eterna sombra negra de la Mannschaft. Sobre todo, en Mundiales, donde chocaron cinco veces, con tres victorias italianas y dos empates. ¡Qué victorias…! 4-3 en semifinales de México 70, 3-1 en la final de España 82 y 2-0 en la semi de Alemania 2006. Y en dos fue campeón.

España 82 fue el primer Mundial con 24 equipos, con el desproporcionado número de 17 estadios y 14 subsedes. Torneo debut para dos grandes: Maradona y Matthaeus. Y el consagratorio para Paolo Rossi, un centroavante que no habitaba el área, aparecía en ella, un mediapunta flaquito, de 1,74, al que parecía llevárselo el viento, pero con técnica, astucia y un oportunismo singular. Fue el goleador de la Copa. No convirtió en los primeros cuatro partidos y era cuestionado, pero en los últimos tres fue mortal: 3 goles a Brasil, 2 a Polonia y uno a Alemania. Y se llevó todas las fichas que había sobre el paño.

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Era la Italia que había seducido en Argentina 78 siendo cuarta y venciendo al campeón. Aunque para España no convencía, porque gozaba de una camada de notables intérpretes y el equipo no armonizaba. Para peor hizo una primera fase paupérrima con tres empates. Enzo Bearzot, el hombre de la buena pipa, mantenía un enfrentamiento feroz con la prensa italiana, pero tenía las ideas claras. Y hubieron de pedirle perdón de una manera digna: al presentarse en la rueda de prensa posterior a la final, todos los periodistas italianos se pusieron de pie y le tributaron un sostenido y respetuoso aplauso. No hubo necesidad de palabras.

Era la Italia basada en la Juventus del Ciclo Legendario, que consiguió nueve scudettos en 14 temporadas. Estaban Zof, Gentile, Scirea, Cabrini, Tardelli, Paolo Rossi y Causio, que, aunque ya militaba en Udinese, venía de once temporadas como juventino. Llegaba a la definición con una carta de presentación notable: sin que nadie diera un duro por su chance, Italia había eliminado al célebre Brasil de Telé Santana en un juego épico: 3 a 2. Aún hoy se habla de ese suceso. No era descabellado, la Nazionale poseía una retaguardia excepcional, tan extraordinaria que Franco Baresi, posiblemente el mejor central de la historia de este deporte, fue suplente y no pudo entrar ni un minuto en siete partidos. Lo sentaron Bergomi, Gentile, Scirea, Collovati y Cabrini, la línea de cinco que paró Bearzot frente a la Alemania de Jupp Derwall. Una defensa de hierro en la cual Scirea era el Beckenbauer azzurro y Gentile la vena, el nervio y el músculo. Un defensa que podía ser repudiable por su reciedumbre (tenía una cuchilla en cada pierna), pero fantástico por determinación y mentalidad. Impasable.

Alemania pasó la semifinal con alargue y penales ante Francia tres días antes. Le faltó frescura, no tuvo generación de juego y no llegó con peligro nunca al arco del veteranísimo y, al menos en la final, discreto Dino Zoff. Rummenigge, la gran estrella germana, fue borrado del campo por la última línea italiana y terminó sustituido. Alemania fue Alemania en cuanto a disposición para el combate, liderada por el excepcional Paul Breitner. Las cosas que cuenta de él Toni Schumacher en su libro Tarjeta roja son antológicas. Fumaba como una chimenea y bebía como un cosaco, pasaba las noches jugando póquer, desplumando a todos los compañeros, traían prostitutas y él entraba en todo, incorregible, pero a la hora del partido, mientras los otros se arrastraban por el campo, él era un aparato de relojería, un fuera de serie”, recuerda el arquero.

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La blanca con vivos negros alistó a Schumacher; Kaltz, Karlheinz Forster, Stielike (un patrón del fondo), Bernd Forster, Briegel; Dremmler y Breitner en el medio, Rummenigge, Klaus Fischer y Littbarski adelante. Después de perpetrar la mayor agresión de que se tenga conocimiento en disputa de un balón, cuando casi mató al francés Battiston, Harald Shchumacher custodió sin problemas el arco alemán en la definición ante Italia. En la infartante semifinal frente a Francia, el cándido juez holandés Charles Corver ni siquiera le pitó falta y Toni Schumacher estuvo presente la tarde del 11 de julio en el estadio Bernabéu. Así era el fútbol hasta hace cuarenta años. Hoy purgaría cárcel. El castigo para él fueron los tres goles italianos. Y el olvido…

A los mencionados juventinos, Bearzot acopló cuatro interistas: Collovati, Bergomi, Oriali y Altobelli. Y al magnífico Bruno Conti, de la Roma. “Llegamos a la victoria por el espíritu de equipo”, declaró Bearzot con acierto: fueron un colectivo solidario, compacto. Como Marcello Lippi en 2006, Bearzot fue un comandante lúcido, sabio, que supo cómo ganar cada partido, sobre todo a Brasil y a Alemania. A los cinco de atrás les puso por delante a Oriali y Tardelli, dos todoterreno. Oriali tuvo una tarde inspiradísima, encaraba gambeteando con una valentía asombrosa y fue víctima, no se sabe si por ensañamiento o casualidad, de al menos veinte faltas, muchas muy duras. Se levantaba y seguía. Sensacional. Lo secundaron en orden de mérito Bruno Conti, una ardilla, Claudio Gentile y el mariscal Gaetano Scirea, capitán de hecho. El brazalete lo portaba Zoff. Tardelli también destacó. Todos. Una muestra del convencimiento azzurro: al minuto 25, estando 0 a 0, hubo penal para Italia, lo tomó Cabrini y desvió el remate. Nadie se inmutó. Siguieron con la mente en el objetivo. Y no se aferraron a ningún catenaccio, todos subían cuando veían la ocasión.

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Aún no existía el concepto de toque y de posesión, como en la actualidad practican tantos equipos, empezando por el Manchester City y el Barcelona. Aún había espacios por el medio y las bandas. Justamente por una zona vacía, en la derecha, Gentile mandó un centro precioso, Paolo Rossi se zambulló y primereó en el área: gol de cabeza e Italia 1 a 0. Sin florituras, fue una bonita final por el ida y vuelta de los dos, porque hubo cero especulación y porque fueron dos colosos buscando el hueco por donde herirse. Derwall fue muy hidalgo: “Quiero expresar al equipo italiano y especialmente a su entrenador y amigo, Bearzot, mi más sincera felicitación. Italia ha merecido el triunfo, sobre todo por su juego de la segunda mitad. A raíz del gol de Rossi tuvimos que adelantar líneas. Entonces, nos encontramos con una defensa fuerte y, al dejar espacios atrás, nos vimos sorprendidos por su formidable contragolpe”. Tal cual, así fue.

El brasileño Arnaldo César Coelho fue el primer sudamericano en dirigir una final. Le seguiría su compatriota Arppi Filho en 1986 y los argentinos Horacio Elizondo (2006) y Néstor Pitana (2018). Coelho fue permisivo, dejó pegar mucho a Alemania y antes no se expulsaba por acumulación de faltas. (O)