En este afán autoimpuesto de ver de nuevo las últimas quince finales mundialistas, arrancamos por Inglaterra ‘66 y seguimos por México ‘70. La de Brasil 4 - Italia 1, que la vimos en tiempo real completamente extasiados hace cincuenta y tres años, cuando la novedad del satélite nos trajo la emoción del “en vivo y en directo”. Vaya por delante que, al menos durante dos décadas, quizás más, sostuvimos —como tantos— que aquella definición de México ‘70 era el choque más extraordinario del fútbol en su conjunto. Incluso llegó a ser calificado como el partido del siglo. Pues, acabamos de volver a verlo con detenimiento y… digámoslo sin anestesia: fue un enorme desencanto. Aguantamos hasta el final solo porque nos lo propusimos como ejercicio periodístico: refrescarnos aquel tiempo. Por lo demás, un partido común, desabrido, que en su momento nos deslumbró, porque el fútbol apasiona en todas las épocas, pero que está muy lejos del vibrante juego actual. Y, sobre todo, muchas actuaciones individuales chatas en nombres que uno venera, caso Rivelino, Tostão.

Fútbol modelo 1966

Tampoco se puede clasificar a un jugador por un partido. Y recordemos que las finales nunca son demasiado brillantes: hay mucho en disputa, reinan la tensión, la cautela. Y que luego de aquello hubo 53 años de evolución; cada día que pasa se hace algo para mejorar el juego. Es lógico que el fútbol actual haya superado al de 1970.

El rey de la ironía

Llenamos cuatro carillas de anotaciones con Brasil-Italia. No se trata de demeritarlo, en absoluto; sucede que la memoria es frágil y la nostalgia engaña, deforma, agiganta. Era otro fútbol, bastante más lento, sin marcas. Carlos Alberto dispuso, durante los 91 minutos de la final, de un carril de 10 metros de ancho por 105 de largo sin que nadie lo molestara; pudo haber escalado y desbordado cincuenta veces de habérselo propuesto; lo hizo solo en tres oportunidades, una de ellas en su hermoso gol del minuto 86, cuando ya Italia estaba desencajada, nerviosa. Cada vez que Carlos Alberto tomaba el esférico y avanzaba, pensábamos: “Y Facchetti ¿dónde está…? ¿Fue a comprar cigarrillos…? ¿Cómo el técnico italiano no ordenó a alguno de sus jugadores que tapara mínimamente esa salida del rival…?”.

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¡Detengan el tiempo...!

Es difícil contar en una sola columna todo lo que apuntamos. Gerson fue de lejos el más destacado, no ya el armador, sino el comandante de su equipo, líder, pensador, distribuidor, pero tomaba la pelota y no tenía un italiano cerca, ni a siete u ocho metros. Llevaba el balón y disfrutaba el paisaje. Además, se dio tiempo para marcar el segundo gol (precioso zurdazo cruzado desde un metro fuera del área), el que puso el 2-1 y quebró anímicamente a Italia. Porque, hasta ahí, minuto 66, el juego era muy parejo e Italia había tenido las mejores llegadas, dos de Gigi Riva y una de Domenghini, incisivo volante por derecha que fue de lo mejor de los azzurri junto al hábil De Sisti y al cerebral Sandro Mazzola. Es más, Everaldo desvió un remate de Domenghini que se fue por milímetros junto a un palo y pudo ser el triunfo parcial para los europeos. Párrafo para Gigi Riva: tal vez no debamos decir “gran puntero izquierdo”, sino “gran puntero izquierdo en su tiempo”.

Estupiñán y diez más

No existía aún el concepto de presión. Nadie obstruía o molestaba el accionar del adversario hasta que se aproximaba al área. Ahí sí. Aparte de sus cuatro goles, Brasil apenas tuvo dos ocasiones más de marcar: un derechazo de Rivelino que dio en el travesaño, a la salida de un tiro libre, y un zurdazo del mismo número 11 que sacó Albertosi en notable volada. Luego llegó cuatro veces y convirtió las cuatro, altísima eficacia, muy brasileña. Fue mucho más parejo de lo que sugiere el resultado.

La única jugada realmente espectacular es el gol de Pelé, por su cabezazo sensacional, técnico e implacable, y sobre todo por su increíble salto sin tomar carrera, para ganarle por vía aérea a un hombre de 1,83 como Burgnich. O Rei medía diez centímetros menos (1,73) y le sacó una cabeza y media. Lo vimos cien veces y nos sigue asombrando. Luego, no hay maniobras mencionables. Bonito el gol de Carlos Alberto, en especial por la precisión de su remate en velocidad. Y punto. No se ve ningún malabar con la pelota. Lo demás, insulso, y eso que tenían tiempo de sobra para maniobrar. Y no porque se jugaba despacio y con comodidad era más preciosista; por el contrario, ahora es más veloz y también más técnico, se ven goles y partidos bellísimos.

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Más allá de un insólito y torpe despeje con los puños, Félix nos pareció un arquero correcto, sobrio y eficiente. Everaldo un lateral normal; Brito y Piazza, los centrales, no sobresalieron. Buen manejo y conducción de Clodoaldo; sin embargo, cometió un grave error que costó el empate transitorio de Italia. Inexistente y desconectado Tostão; solo apareció haciendo algunas faltas. Pobre lo de Jairzinho; casi no entró en juego, marcó un gol llevándose por delante una bola que le bajó magníficamente Pelé de cabeza. Improductivo Rivelino, que ejecutó seis tiros libres, los dos que ya enunciamos y otros cuatro que pasaron a quince o veinte metros del arco, algo increíble, burdo.

Y Pelé… En su posición natural de 9 de área; llevaba el 10 en la camiseta, pero era centrodelantero neto. Tocó muy pocas veces la pelota (seis) y no hizo ninguna floritura (descollaba más por potencia que por habilidad) no obstante fue decisivo en el triunfo: primero, su antológico gol de cabeza con el que abrió el marcador, luego la asistencia perfecta que le sirvió a Jairzinho en el 3-1 y, para decorar la goleada, el pase delicioso a Carlos Alberto en el cuarto grito. Una contundencia demoledora y todo para el equipo, no para él. Una pantera siempre al acecho, pero un felino pensante y con una técnica magistral. Lo inaudito: ejecutó dos tiros libres al cielo, nunca vimos patear tan desviado.

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Rudi Glöckner, de la extinta Alemania del Este (nos resistimos a decirle democrática: no hubo regímenes más totalitarios), dirigió en general bien. Concedió ocho tiros libres a Brasil, muy exagerado. Permisivo, blando como era el arbitraje de antes. Hubo algunas entradas duras de atrás: de Burgnich a Pelé, de Clodoaldo a De Sisti (esta, terrible), de Brito a Riva. Todas eran de amarilla; las dejó pasar. No quería complicaciones. Igual, fue un partido en general limpio, sin broncas ni actos antideportivos, muy caballeroso todo. El campo no lucía bien, estaba poceado en partes. No había alcanzapelotas para aligerar el juego y tampoco cuarto árbitro, que hubiese parado al masajista brasileño, quien se metía a cada momento al campo cuando ya iban ganando. El partido se televisó con tres cámaras, una sola de costado y una detrás de cada arco. Solo se repetían las jugadas de los goles.

Desde luego, aquel era el fútbol que había y nos encantaba. Y el de los años ‘60 era horrible y también nos encantaba. Tampoco vamos a derrumbar la estatua de Tostão que tenemos en nuestro imaginario por volver a ver ese Brasil-Italia. Seguirá en nuestro corazón siempre. Este redescubrimiento de Brasil 4 - Italia 1 nos lleva a revalorizar el juego actual, sin dudas más atractivo, vivaz, mejor jugado, con mayor grado de oposición e intensidad. Y más artístico. Si aquellos estuvieran hoy, con el entrenamiento y las tácticas de nuestros días, se adaptarían y jugarían. Algunos destacarían, pero algo es seguro: hoy es más difícil brillar.

Sin embargo, no hemos buscado comparar jugadores, sino juego. Y el de ahora es indiscutiblemente superior. En todo. (O)