Como decía El Jefe, Daniel Santos: "Señores esto no es cuento, esta es la pura verdad". El martes 29 de diciembre el Instituto Geofísico de la Escuela Politécnica Nacional y el Servicio Geológico de los Estados Unidos registraron una actividad inusual: las agujas de los sismógrafos empezaron a moverse enloquecidas. Un terremoto de magnitud 10 se registró en todo el Ecuador, cerca de las 23 horas, coincidiendo con el instante en que el arquero Javier Burrai atajaba un penal decisivo. El informe oficial reportó que el epicentro se situó en un sector de la capital llamado Ponciano, donde se halla un estadio al que denominan Casa Blanca.

A diferencia de las catástrofes que provocan los sismos de alta intensidad, este se originó en una explosión de júbilo en toda la geografía nacional. ¿La razón? Barcelona, el club más popular del país, se proclamaba campeón del fútbol ecuatoriano y daba a sus seguidores la mayor alegría en este 2020, tan pródigo en enfermedades, corrupción y muerte. Tampoco cayeron edificios, solo resultaron demolidas la dignidad y la hidalguía de algunos dirigentes del club perdedor, que apagaron las luces del estadio para que el ídolo del Astillero no pueda recibir con normalidad el trofeo de campeón. Y allí apareció el mago de magos estadounidense, David Copperfield, conocido hincha torero quien había sido invitado al partido por la Asociación Barcelona Astillero, y en uno de sus sorprendentes actos de ilusionismo hizo que al volver las luces a la Casa Blanca luciera totalmente pintada de amarillo. Y así va a quedar para eternas memorias, pues la vuelta olímpica oro y grana será como una herida abierta en el orgullo y la soberbia azucena.

'Apagón de la amargura'

Yo creía que el peor perdedor de la historia era Nerón, emperador romano quien utilizó su tiranía y extravagancia para ganar una prueba olímpica tras amenazar y sobornar a sus rivales. Nerón se creía descendiente de Apolo y dueño de un talento sin igual para la música y la poesía. Sin embargo, los únicos que aplaudían y vivaban sus obras eran los miembros de una ridícula casta que cobraba generosos salarios para halagar los oídos del monarca (no es alusión alguna a ciertos 'periodistas' de hoy). En el año 67, Nerón se encaprichó con los Juegos Olímpicos y se propuso ganar una corona de olivo a cualquier precio. El tirano se inscribió en la carrera de cuadrigas y sobornó a sus adversarios –y hasta los amenazó con la crucifixión- para que, a medida que se extendiera la competencia, fueran desertando. Nerón terminó la prueba corriendo solo, y ganó a pesar de haberse caído torpemente en una curva. No soportaba la idea de perder siendo emperador.

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Es un episodio minúsculo ante el 'apagón de la amargura' producido cuando se iniciaba la premiación de Barcelona, la cual se hizo a media luz. Un dirigente de los perdedores se ha apresurado a aclarar que todo se debió a un daño en un transformador debido a la lluvia. Qué 'oportuno' el daño que solo afectó al sector donde se realizaba la premiación. El autor de la siniestra venganza, atormentado por la derrota, no reparó que en el acto estaban dirigentes de la Federación Ecuatoriana de Fútbol, de la LigaPro y otras autoridades. Después, el club perdedor envió una 'felicitación' a su vencedor. Un capítulo digno de la comedia Tartufo o el Impostor, del escritor francés Moliere. El personaje Tartufo describió de manera tan excelsa la hipocresía que este nombre es utilizado ahora en el Diccionario de la Real Academia Española para definir a la persona hipócrita y falsa.

Lo ocurrido en el estadio de Ponciano no es nuevo. Ya pasó el 20 de diciembre de 2015, cuando Emelec conquistó el título nacional ante la Liga de Quito en ese mismo estadio. Cuando los jugadores eléctricos daban la vuelta olímpica, inesperadamente se prendieron los aspersores de la cancha para empañar la celebración. Se agrega a esto las habituales declaraciones beligerantes e insolentes de un dirigente afectado de odio regionalista incurable.

En una especie de premio consuelo el entrenador Pablo Repetto ha declarado que los albos conservan el invicto de 23 años al haber terminado sin goles los 90 minutos. Lo cierto es que el equipo guayaquileño se proclamó campeón y dio la vuelta olímpica en un estadio que sus dueños proclamaban inconquistable.

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La que sí fue una actitud digna la protagonizó Emelec, el adversario futbolero, que fue el primero en felicitar a su hermano de barrio. Hermanos fueron desde la cuna hasta un tiempo atrás en que un mal recordado dirigente y un súbdito periodístico suyo hicieron todo lo que pudieron para convertir en enemigas a dos instituciones simbólicas del guayaquileñismo puro. El gesto hay que ponerlo de relieve y recordar una estrofa del libro Martín Fierro, del argentino José Hernández: "Los hermanos sean unidos/debe ser la ley primera; /tengan unión verdadera/en cualquier tiempo que sea/porque si entre ellos se pelean/los devoran los de afuera”.

Décadas de títulos y emociones

Winston Rumbea, hijo del prócer barcelonés Wilfrido Rumbea León, se mantuvo en contacto conmigo durante la final. Con una foto me recordó el primer título que nos tocó vivir: el de 1955, primero en la era profesional. Un posteo en Facebook me hizo conocer cómo nació su pasión torera: "Corría el año 1951. Mi padre y don Rigo (Pan de Dulce Aguirre) nos llevaban los sábados a pelotear a La Atarazana a sus hijos con Chorrosco (Eduardo Aguirre) a la cabeza, los de Julio Martín Jurado con Julito (Julio Jurado) y el primo, Enrique Pérez Merino y sus hermanos, y nosotros. En realidad éramos unos seis y mi papá nos enseñaba a patear con el empeine tiros directos y fuertes al gol. Recuerdo que íbamos con la camisa amarilla con filos rojos y corchetes por botones, brillosa igual que la de Jorge Cantos y el resto de nuestros ídolos. Se comenzó a formar delante de nuestros pechos la emoción amarilla, emoción que iba creciendo cual bandera de libertad, de luz, de alegría, de amor por la grandeza que debía ser nuestra vida. Así crecimos y así somos".

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Y así va a quedar para eternas memorias, pues la vuelta olímpica oro y grana será como una herida abierta en el orgullo y la soberbia azucena

Nostalgia dicen los enemigos de la historia, como si fuera una enfermedad. El recordar los episodios gratos de los años que pasaron es una estela luminosa en el corazón. Esa fue la luz de millones de corazones que alumbró la premiación a despecho de la mano que bajó el switch, sin saber que en la gloria oro y grana no habrá sombras, pese a que una vez nos enviaron un quintacolumnista para que derribara la institucionalidad y llevara al club a la quiebra.

Desde una ventana empecé a mirar las nubes mientras recordaba la victoria. Y en un ensueño que no sé si tuvo algún viso de realidad, me pareció ver en la inmensidad, con camiseta amarilla, a mi querido amigo Fernando Artieda, poeta difunto, diciéndome: "Te lo advertí, Flaco. Ahora solo nos queda Barcelona". (O)