Cada vez que Emelec y Barcelona piden cotización por un futbolista con rodaje, o una promesa, se habla de millones de dólares. Es el resultado de la inflación futbolera que inauguró en el país un pintoresco personaje desde 1990. Hoy, en algunos clubes, se pagan sueldos europeos por jugadores extranjeros que pintaban como estrellas del futuro y por quienes se pagó algún dinerillo por su ficha en ciertos equipos grandes. Nunca llegaron a jugar por esos clubes y desaparecieron en el anonimato hasta que arribaron a nuestro país. El periodismo subordinado los llenó de elogios y los dirigentes derrocharon dinero en mediocridades con pujos de cracks.

En el viejo balompié de inicios del profesionalismo ocurrió un episodio que pasó a la historia y se comenta hasta hoy. En 1950 surgió en Unión Deportiva Valdez un fornido, rápido y ágil moreno que, de inmediato, fue tentado por Barcelona para la temporada de 1951, primera del profesionalismo criollo. Su transferencia conmovió al medio por lo desusado de la cifra: 20 000 sucres, o un poco más de 1200 dólares de la época. El periodista Ralph del Campo, en su columna ‘Carrusel Deportivo’, comentó así la noticia: “El morocho Solórzano vale un platal si nos basamos en la serie de rumores que se escuchan en el café. Según unos dicen, Valdez ha pedido nada menos que 20 000 sucres (?). Otros sostienen que solo pide 8000. En fin, ¿cuánto vale el moreno? Porque a lo mejor sale rivalizando con el ‘gordo’ de la lotería del 10 de agosto”. El pase se hizo por la cifra pedida, y para la historia, César Solórzano Anangonó quedó como Veinte mil Solórzano, un grande de nuestro fútbol que jugó 14 campaña en el ídolo y fue seleccionado a los Sudamericanos (los llamo como los conocí, Copa América se denomina desde 1975) de 1955 y 1957. Jugó 8 partidos con la Tricolor y formó inolvidables líneas de volantes con Carlos Alume en Barcelona y con Jaime Galarza en la selección. Era alto, fuerte, técnicamente bien dotado, rápido, inteligente.

En 1962 Barcelona lo despidió de sus filas y se negó a indemnizarlo. Veinte Mil Solórzano acudió a la justicia laboral reclamando su condición de trabajador del fútbol. Era el primer jugador que alegaba aquello. El ídolo le negó esa calidad. El juicio duró cerca de dos años y Solórzano ganó en las tres instancias. La sentencia constituyó jurisprudencia y, en adelante, gracias a Veinte Mil, los futbolistas nacionales adquirieron condición de “trabajadores”.

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Del equipito México, de Vélez y Los Ríos, los hermanos Jorge y Enrique Cantos y Ángel Isidoro Chávez llevaron al Panamá al arquero juvenil Alfredo Bonnard en 1945. Cuando los Cantos, Romo, Valverde, Pelusa Vargas, Galo Solís, Nelson Lara, se fueron a Barcelona, Danton Marriott sacó a sus juveniles y los puso en primera. Con 17 años debutaron Bonnard, Gerardo Layedra, Enrique Flores, Federico Valdivieso, Héctor Currui Valle, Galo Pombar, Homero Cruz, Isidro Matute y otros prospectos de cracks. Bonnard fue titular en 1949 y 1950 y en 1951 pasó al Everest con una veintena de sus compañeros. Por segunda vez le birlaron los jugadores a Marriott. Meses después, en un acuerdo entre Fedeguayas y la nueva Asociación de Fútbol acordaron que Everest le pagara 23 000 sucres al Panamá por 26 jugadores. Unos 1500 dólares de la época.

¿Cuánto valdrían hoy Bonnard, Layedra, Matute, Marcos Spencer, Héctor Villao, Galo Pombar, Hugo Salvaje Hidalgo, Carlos y Víctor Garzón, el Mello Cruz y sus compañeros? Del Everest Bonnard fue a Norteamérica, al que ayudó a ganar el título de 1952 cuando era considerado ya el mejor arquero del país. El 4 de diciembre de ese año el Flaco Bonnard, de deslumbrantes actuaciones frente a Huracán, Racing y River Plate, de Argentina, y a Universidad de Bogotá, cuidando el pórtico de Barcelona Norte, Patria y Valdez, fue adquirido por los milagreños por 10000 sucres, la mitad de lo que había valido el pase de César Solórzano.

Cuando Barcelona y Emelec piden cotización por un futbolista se habla de millones de dólares. Es por la inflación futbolera que inauguró en el país un pintoresco personaje en 1990.

En el arco de la selección nacional, en el Sudamericano de Lima, en 1953, Bonnard cosechó los más encendidos elogios de la prensa internacional.

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La agencia estadounidense United Press International dijo luego del partido contra Brasil: “En las líneas ecuatorianas había un héroe, el mejor portero que se haya visto en este campeonato: Bonnard. Aclamado por la multitud con justicia, contuvo el dominio brasileño (…). Bonnard fue el mejor hombre de la cancha y fue medio equipo (..)”.

Elegido el mejor arquero del Sudamericano junto al paraguayo Adolfo Riquelme, despreció la oportunidad de ir a equipos de Niza, París y Montecarlo cuando el empresario francés Alphonse Boghossian le puso un cheque en blanco y le dijo que escogiera el club al que quisiera ir en Francia. Bonnard prefirió regresar a Valdez.

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He visto a cientos de arqueros en mis 68 años de ver fútbol. Puedo hablar de mi ‘historia’ que cubre todos esos años. Esa historia es diferente y tiene más crédito de la que pueden alegar aquellos periodistas que tienen cinco, diez o veinte años siguiendo el fútbol, pero hablan del “mejor de la historia” como si hubieran visto a los jugadores nuestros en los últimos 100 años. Cada uno tenemos ‘nuestra historia’, que abarca desde que fuimos al estadio ya con uso de razón hasta hoy. En mis 68 años futboleros el mejor guardameta ecuatoriano que vi es Alfredo Bonnard Jara, un portero completo para jugar en cualquier lugar del mundo.

Por las líneas laterales del Capwell deben hallarse aún las huellas del genial Loco Basilio Padrón, un lírico del fútbol que se divertía jugando y divertía a las tribunas de las que fue un ídolo. Llegó a Guayaquil el 4 de mayo de 1951, para unirse al inolvidable Río Guayas. Debutó reforzando a Emelec pocos días después ante América de Río de Janeiro y se lo criticó por “su exagerada gambeta”. Fue solo el comienzo. Padrón llevó a la desesperación a sus marcadores con su endiablado dribbling, corriendo por la raya con su espalda encorvada, lo que le valió otro mote, el de Caparacho. El 12 de diciembre de 1951, ante Universidad Católica de Chile, que traía al famoso Charro José Manuel Moreno, Atilio Tettamanti, Cisternas y Federico Monestés, fue su actuación cumbre. Iba y regresaba por las tizas driblando a cuanto rival le salía al paso, pero no pasaba el balón a sus compañeros. Estos apelaron al mayor Leonardo Chiriboga, entrenador del club, quien ordenó a Eduardo Buche Ycaza que se preparara para entrar por Padrón. Una ensordecedora rechifla respaldó al Loco y el cambio no se hizo. Padrón pagó la adhesión popular haciéndole un túnel al Charro Moreno, pero esto lo contaremos en otra columna.

Un despistado que no nacía cuando se jugaba en el viejo Capwell dijo una vez en una emisora que “los jugadores que llegaban a Guayaquil en esos tiempos eran gitanos del fútbol, con los zapatos en una bolsita y se ofrecían a los equipos por unos centavos”. Un modelo de ‘asnorancia’ impune. Después de Guayaquil, Padrón se fue al La Salle de Caracas y en 1956 a España, país en el que fue un triunfador en el Valencia y en Unión Deportiva Las Palmas, en el que jugó al lado de Jorge Pibe Larraz. (O)