A mis doce años nos fuimos a vivir al lado de un campo de fútbol. Cuando la manzana entera era un terreno baldío, ahí estaba la cancha del Dele Dele, uno de los cuadritos del barrio; el otro era el 25 de Mayo. Mi casa, justamente, vino a interrumpir y achicar las dimensiones del terreno, a profanar ese rectángulo de ilusiones. Y convirtió lo que era una respetable cancha de once en un simple campito. Antes de eso, la gente la tomaba como referencia: “El almacén que está frente a la cancha del Dele Dele”. Se jugaba con arcos como en Primera, con red y un vecino de enfrente marcaba el campo con cal. Después, cuando empezaron a brotarle casas alrededor y achicarlo, perdió importancia.

Nunca entendí cómo podía desaparecer una cancha, y menos un estadio de fútbol. Me pasó, me pasa, con el de Platense que estaba en Manuela Pedraza y Cramer. Era un hermoso escenario de madera y chapa de los de antes, en un lugar muy bonito de Buenos Aires. Atrás había dos frontones de pelota vasca. ¡Y hasta velódromo tenía Platense…! Pero el lote no era suyo, alquilaba. Y el club era un caos. Un mal día de 1971 se fundió, llegó la orden de desalojo y los dueños, que estaban hartos del club porque no les pagaba nunca la renta, en lugar de tirarle la ropa por la ventana le desarmaron la cancha y le apilaron los tablones en la calle. Chau, Platense.

Sentí tanta pena que me encariñé para siempre con el Calamar. Lo mismo acontece con los estadios de Estados Unidos. Después de disputado un torneo o de una cierta cantidad de años, si el recinto no genera rédito o cuesta mantenerlo, se lo implosiona y punto. Pero allá es menos grave porque no existe el amor y la tradición que nosotros tenemos por nuestras canchas y nuestros clubes. Un millonario compra la licencia de un equipo, lo saca de una ciudad y lo instala en otra como si fuese un supermercado; es para ganar plata. Y la gente va a comer y a pasar la tarde. No hay sentido de pertenencia. Lo nuestro es cultural, los clubes son parte de la vida de un barrio, un hecho familiar. Lo de Platense fue un crimen de lesa fútbol.

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Las historias que se evaporan cuando desaparece un estadio no las reemplaza ni el edificio más lujoso. Sobre ese césped de Platense corrieron Di Stéfano, Pontoni, Erico, De la Mata, Sastre, Labruna, Moreno, Sívori, monstruos absolutos del juego. En esos vestuarios se cambiaron el Marqués Sosa, Sanfilippo, Rojitas, la Bruja Verón, Brindisi, Babington, Menotti; se hicieron juramentos: “A dejar el alma, hoy hay que ganar”. En las paredes había humedad de gloria. Todo se lo llevó el desalojo.

En aquella canchita del Dele Dele jugué mil partidos. Me levantaba de la cama, me asomaba a ver si había alguien pateando y, si había, me sumaba. Me sentía afortunado: estaba al lado. Ni me lavaba la cara, iba a patear directo, aunque fuéramos dos contra dos. Eso era en los días de semana. Las ansias grandes estaban puestas en la espera del sábado. Ese era un partido sagrado, nunca concertado y siempre cumplido a rajatabla. Ni hacía falta avisar. Hasta un Boca-River se podía suspender, ese no, se jugaba con sol, viento, lluvia o granizo. A eso de las tres de la tarde empezaban a caer… El Loro Bogado, Garrafa, Quiti, Juancito Robledo, que tenía una zurdita habilidosa, su hermano Néstor, el Mono Gandulfo, que jugaba mucho y arañó la Primera de Morón, Loquini, Jorgito Locatelli, que jugó en Luz y Fuerza, de Primera “C”, el Negro Figueroa, Lito… Nunca supimos el origen de Lito, jamás habló, pero era del norte, seguro, por la piel cobriza, y con sangre india. Jugaba descalzo y se ubicaba en un lateral, donde estaban los yuyos sin cortar, había cardos, tal vez algún vidrio, pero no le hacía nada, para él era igual que el césped de Wembley, corría como un salvaje y trababa que daba miedo, tenía los pies curtidos como cuero de vaca viuda. Si te metía un uñazo Lito, al hospital. Y estaba Gelo también, que traía la pelota. Nadie lo designó tampoco para la tarea, ya se sabía que, aunque viniera el fin del mundo, Gelo venía y traía la bola; estaba asegurada. La preparaba con unción en la semana, la engrasaba.

Estaba Pavoni, del que jamás supimos el nombre, simplemente uno le encontraba una similitud con alguno de Primera y lo rebautizaba. Y este era un “3” firme, fuerte, impasable, por eso de apodo recibió el apellido del gran uruguayo de Independiente. Sus nombres y apellidos podían aparecer en la tapa de un diario que no nos hubiese llamado la atención, solo conocíamos los apodos de cada uno. Los hermanos Perguich… Al mayor de los Perguich le pusimos Mario Estanislao Killer, por el de Central, ya que era rubio, lateral izquierdo y jugaba parecido. El Chango Gramajo, que en realidad era Correa en el documento, pero le quedó porque un viernes el santiagueño Gramajo, de Rosario Central, le marcó cuatro goles a Independiente en Avellaneda. Y a la tarde siguiente Correa hizo cuatro en el partido nuestro. Le pusieron el Chango Gramajo. Era carpintero. Cuando lo iban a buscar a la casa para algún trabajo, salía la mujer y le preguntaban:

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–¿Está Gramajo?

–¿Qué Gramajo…? –respondía ella, medio crispada, intuyendo que era un apelativo que ella desconocía.

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–Su marido…

No le gustaba nada, inclinaba un poco la cabeza sin dejar de mirar al que preguntaba y llamaba hacia adentro: “Aldoooo… te buscan”, pero al final tuvo que aceptarlo. Le quedó para siempre Gramajo.

Sin decir palabra, cada uno se ubicaba solo en la cancha, en el puesto en el que se sentía mejor. Había varios buenos, Guillermo Gandulfo y el Loro Bogado, que habían jugado en Primera de Tristán Suárez. El empalme de volea del Loro se lo vi a un solo futbolista: Pinino Mas. La pelota de aire es seductora para entrarle de lleno, pero requiere de una precisión milimétrica, si no puede ir a parar a cualquier lado. El Loro la mandaba siempre entre los tres palos. Excepcional como le daba, fuerte y con una puntería notable.

Una tarde se agarraron a trompadas Garrafa y Quiti. Garrafa era un petiso casi enano, robusto, fuerte y metedor, un quechua hecho y derecho. Quiti le llevaba medio metro. Se estaban cruzando feo, saltaban chispas. En una bola dividida Quiti le entró con todo de atrás y todos dijimos “uuuuuuuuuhhhh…”.

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–Disculpá, fui a la pelota –mintió Quiti.

–No hay problema, en la próxima me disculpo yo –replicó Garrafa, un fenómeno yendo al frente.

La próxima llegó, el petiso le metió un planchazo criminal, pero no alcanzó a disculparse, Quiti le tiró una mano como para noquearlo. Garrafa era de fierro, se mantuvo en pie y contragolpeó con la derecha que era una maza. Se prendieron de tal forma que nadie podía separarlos. ¡Cómo se dieron…! En los papeles, debía ganar Quiti cómodo, pero Garrafa era un remolino tirando manos. En algún momento terminó el pleito, empatado, y se siguió jugando como si nada.

Ahí, en la canchita del Dele Dele, acuné el sueño de ser futbolista, pero, sobre todo, aprendí a amar este juego, a desentrañarlo y comentarlo. Puede haber deportes mejores, aunque difícilmente generen la pasión y el manantial de historias y aventuras humanas que es capaz de producir el fútbol. De la canchita no quedó ni un pedacito de pasto, todo se loteó y se construyó. Y yo no llegué a ser futbolista profesional, apenas cronista. ¡Qué importa…! La ilusión es el mejor alimento espiritual, el motor del alma, no engaña, entusiasma.

Una tarde se agarraron a trompadas Garrafa y Quiti. Garrafa era un petiso casi enano, robusto, fuerte y metedor, un quechua hecho y derecho. Quiti le llevaba medio metro.

(O)