Estaba sentado en una banca de un parque de la ciudad en un instante de relax y de pronto se me vino a la memoria la incidencia que tiene el hincha en su rol gravitante en la historia y en el presente de un club. Es que el fanático, a quien también se tilda de “forofo”, espectador, seguidor y aventurero de una divisa, es el hilo de vida que tiene el deporte en todas sus disciplinas que se practican constantemente en el mundo.

En el balompié, ni los mismos inventores, ni los directivos en ponderar las reglas de juego, ni los primeros organizadores de los Juegos Olímpicos y de justas mundiales, ni las portentosas industrias y sociedades se percataron de que el fútbol volara tan alto, por la presencia de los hinchas en un escenario futbolístico. Su aporte en pago de entradas es incalculable hasta la presente fecha.

La concurrencia masiva de espectadores constituye una cosecha económica para un club o selección; anima a la dirigencia constantemente a construir estadios que son una joya arquitectónica; apuntala a que empresas sean auspiciantes con altos valores; y ampara a jugadores, dirigentes y miembros de un cuerpo técnico a vivir holgadamente con su familia. Sin hinchas no hay deporte.

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En una tertulia el hincha se vigoriza, defendiendo desde cualquier ángulo a su equipo. Ama a su camiseta como a su hermano, sonríe y festeja como un graduado y llora, deja de comer y pasa malhumorado cuando su equipo cae en un abismo. Es también la voz de un pueblo a cada instante.

Además, se me vino a la mente –mientras miraba históricos monumentos– una comparación desmedida, pero que al analizarla tiene profundidad. ¿Cuál es? El hincha –hoy gravitante– es como el desierto del Sahara. ¿Por qué? ¿Y cómo? Quienes inventaron el fútbol nunca se imaginaron que tendría como sostén al hincha; y el Sahara, que sigue estéril, en décadas posteriores bien pueden esos centenares de kilómetros convertirse en tierra de abundante vegetación a ser cultivada e industrializada. (O)