La rígida y aburrida vida de la Edad Media tenía un momento de ruptura en el carnaval. Era cuando, gracias al disfraz, al alcohol y al humor, la gente común y corriente asumía las identidades de los poderosos, se lanzaba a la calle y transgredía el orden asfixiante. La risa, la ironía, la desfachatez, la burla y la imitación eran los ingredientes centrales de esa manifestación popular. Además del desate de las pasiones, esos tres días de desborde eran la oportunidad para que los gobernantes pudieran conocer las críticas y las inconformidades que a lo largo del año permanecían represadas y sin otras vías para expresarse. Las autoridades civiles y religiosas, muchas veces confundidas en la misma persona, pero siempre en contubernio, comprendieron que, en el balance general, ese breve periodo era una mínima concesión que podía hacerse para asegurar el control durante el resto del año.

Mijail Bajtin estudió detenidamente este fenómeno y llamó la atención sobre los diversos elementos que se mezclaban para darle la forma con la que trascendió durante varios siglos hasta llegar a nuestro tiempo. Dentro de esos elementos destacó el de la risa, a la que consideraba como uno de los resultados más importantes e interesantes de la creación popular. Llamaba su atención la escasa importancia que ella tenía en los estudios previos acerca del folclore y en general de la cultura masiva. Sostenía que la risa era una forma de oposición a la cultura oficial, al tono serio, a la invasión de lo religioso en todas las esferas de la vida, en fin, al orden impuesto desde arriba y sin consentimiento.

Aunque por estos lados también celebramos el carnaval en las fechas establecidas por el calendario litúrgico, nuestro verdadero carnaval es el que se escenifica el último día del año. Por la forma en que lo celebramos, por su contenido transgresor, por la raigambre popular, por el papel que tienen la risa, la burla, la imitación y la ironía, ese día, o más bien esa noche, se encuentran todos los elementos de aquella manifestación. Ese carácter lo alcanzó en algún momento imposible de identificar, cuando la simbólica quema del año que termina se transformó en la crítica a los poderosos del país, de la provincia o de la parroquia. La careta, el monigote y los arreglos escénicos, dignos de ocupar un lugar en los museos del folclore, se convirtieron en los instrumentos sencillos pero irreemplazables para lograrlo.

La costumbre y el carácter momentáneo de la transgresión del orden, explican la aceptación pasiva por parte de gobernantes y mandamases, que incluso estaban dispuestos a recibir el mensaje con una sonrisa. Si las rígidas y ceñudas autoridades de la Edad Media lo aceptaban hasta por tres días, a las nuestras solamente les correspondía hacerlo por una noche. Así lo determinaba la tradición y el buen juicio. Pero ahora, más que a Bajtin hay que acudir a Freud para que nos explique por qué a un poderoso líder le puede causar pavor la quema de un monigote con su imagen.