BARCELONA, España
Dos figuras femeninas amparan a los escritores. Una es directa, la otra alusiva. Sherezade, la mujer que se salva del califa de Las mil y una noches, es el emblema sobre el acto de narrar como una forma de supervivencia: cada noche Sherezade abre una historia, que inicia con un procedimiento mediador cuando dice “He sabido, oh gran rey”, y que deja trunca para retomarla al día siguiente. Eso le permite que pasen mil y una noches y no sea asesinada por el califa perverso. La figura alusiva es la de Penélope en la Odisea, quien teje y desteje un sudario hasta el retorno de Ulises. Nada más propicio que su quietud y paciencia en Ítaca para imbricar las palabras, que en ella es un sudario, lo que dispara interpretaciones sobre la escritura.
Pero las figuras míticas son leyendas frente a las de carne y hueso –nada de musas– de escritoras que dan claves sobre la práctica de la ficción, a la que Edith Wharton consideraba “la más novedosa, la más fluida y la menos formulada de las artes”. La reciente traducción de su ensayo Escribir ficción, publicado por la editorial Páginas de Espuma, se suma a una larga lista de ensayos de escritoras sobre un arte que ahora sí cuenta con muchas formulaciones, a diferencia de lo declarado por Wharton en 1925. La lista es larga y soy un admirador de la manera en que ellas develan sus ideas, desde las más conocidas como Virginia Woolf, Marguerite Duras o Patricia Highsmith hasta menos populares, en el ámbito de habla hispana, como Eudora Welty, Nadine Gordimer, Margaret Atwood o Clarice Lispector, e incluso la filósofa española María Zambrano. En cualquiera de sus reflexiones el arte de la ficción se revela como una faceta cotidiana de rigurosa concentración mental. Mientras las reflexiones de escritores como Roth, Kundera, Vargas Llosa, Eco o Pamuk –con la excepción de clásicos como Stendhal o Flaubert– rondan aspectos ideológicos o específicamente técnicos, son ellas las que nos acercan a una dimensión más íntima y sentida que resulta invalorable para entender que el manejo de la forma literaria está ligado a la percepción emocional decantada más que a la construcción de tramas interesantes. Son altamente exigentes –Wharton la que más– y también cercanas, como cuando Highsmith advertía que el escritor no debe deprimirse si su manuscrito es rechazado por dos editoriales, sino solo luego de veinte intentos, y después habrá que perseverar y, claro, mejorar el libro. También echarse una siestecita si no salen ideas. Woolf pedía una habitación propia para escribir, consejo válido para escritores de cualquier sexo, y Duras decía que no eres un monstruo si pides un tiempo de intimidad para escribir entre las exigencias familiares. Dicen tanto más que no puedo menos que volver siempre a sus palabras para que el arte fluido de la escritura tome forma en los momentos de duda. Y he de señalar a una escritora ecuatoriana, Lupe Rumazo, que en una de sus novelas más grandes, Carta larga sin final, expone, desgarradoramente, la reflexión de la carga vital que es escribir.
Hay que leerlas. Ellas abren las puertas.