Cuando el entrevistador quiso saber qué libro de literatura había leído recientemente uno de los candidatos presidenciales en México, este titubeó y haciendo un esfuerzo recordó un título que seguramente escuchó por ahí. Él lo atribuyó a Carlos Fuentes, el entrevistador le hizo notar que estaba equivocado y el candidato no encontró mejor salida que decir que había leído la Biblia. Pocas horas después, el mismo periodista entrevistó a Fuentes, quien ya estaba enterado de ese episodio y, al ser preguntado por algún libro que le hubiera impresionado recientemente, el novelista mexicano respondió con ironía: la Biblia.
La anécdota ilustra la relación desigual que existe entre la literatura y la política en América Latina. A la primera se le ha pedido, desde diversas ópticas y con múltiples argumentos, que se comprometa con los problemas sociales de las grandes mayorías del continente, es decir, que asuma una posición política. En gran medida lo ha hecho, ya sea con esos productos de baja calidad que ponían el compromiso por encima de la riqueza literaria, o bien con aquellas obras que perduran tanto por su contenido como por su forma (y de manera especial por esta última). Pero, como contrapartida, la gran mayoría de los políticos no ha mostrado el mismo interés por la literatura. Su curiosidad por lo que ocurre en este campo es reducida, por no decir inexistente. Son contados los casos en los que se puede encontrar un político (como ese Trotsky muy bien retratado por Padura en El hombre que amaba a los perros) que sepa darle el valor que tiene la literatura sin hacer de ella un instrumento para alcanzar fines políticos.
Por ello, por la constatación de esa relación sin equilibrio, cabría abrir nuevamente el debate acerca de la relación entre la literatura y la política, pero ya no en los términos que se planteó tradicionalmente, sino más bien en el sentido inverso. Está prácticamente agotada la visión maniquea que pretendía convertir a toda obra literaria en un panfleto o de interpretarla únicamente a la luz del origen de clase de su autor, lo que significa que hay un campo muy amplio para reflexionar en otros términos. Pero también hay el campo suficiente para pensar en la visión de la literatura desde la política y desde los políticos.
Carlos Fuentes se sumergió en esos campos. En su condición de novelista lo hizo cuando construyó esos enormes murales sobre México que son La región más transparente y La muerte de Artemio Cruz. En su condición de ensayista lo hizo cuando analizó la novela latinoamericana, pero también cuando escribió sobre los temas del momento. Sus criterios para el análisis de la literatura latinoamericana combinan el realismo de Maquiavelo, la utopía de Moro y la visión descarnada e irónica de Cervantes y Erasmo. Como lo destacó en una de las últimas entrevistas, allí se funde lo que fue, lo que se ha imaginado y lo que se hizo. Una buena lección para mirar nuestro continente desde una perspectiva que rompe los marcos estrechos del pensamiento único.