Faltan tres días para que celebremos la Navidad y la ciudad es un hormiguero de compras, villancicos, vehículos atascados en un tránsito caótico, papá noeles, payasos, repartos, chocolates, caramelos, niños felices, personas sofocadas, posadas, novenas, tristezas y alegrías.

Por más que nos prediquen que no se trata de comprar, y que no es una fiesta de consumo, la vorágine diaria, va por otros rumbos.

Las sabidurías adquiridas a lo largo del tiempo, o los sufrimientos muy intensos como la pérdida de seres queridos, pone las cosas en su lugar y entonces los encuentros, los amigos, las soledades compartidas, toman su verdadero acento sobre el vértigo de paquetes y comidas.

Y Navidad se transforma en una fiesta de la alegría, la belleza, la profundidad, la admiración y también el desconcierto cuando la obscena violencia siembra dolor, o indignación cuando guerras y luchas políticas matan a seres humanos en función de un cambio que no llega como sucede en muchos países del mundo árabe.

Navidad celebra un nacimiento y los seres humanos conectamos con el nacimiento. La vida de los padres y madres cambia cuando un hijo esperado nace. Es la maravilla de la creación, el insondable misterio de la vida y el amor. El nacimiento, los nacimientos, son la vivencia de la vulnerabilidad, la fragilidad, la belleza, la admiración, la experiencia más cercana de Dios que millones de seres humanos hacen, hicieron y harán. La belleza transforma más que el sufrimiento.

Festejamos el nacimiento de un Dios que nació en el seno de una pareja que se amaba, desplazado y en medio de desplazados, rodeado de los más pobres, que olían mal, que eran mal vistos por la sociedad porque vivían solos, rodeados de animales gran parte del año y que fue visitado por investigadores que deseaban encontrar la señal que les diera la razón de sus vidas. Su nacimiento fue conocido por reyezuelos que temieron perder el poder totalitario que ostentaban y mandaron a matar a los niños para desaparecer a quien asumían sería un peligro para su futuro.

Nació Jesús para todos sin exclusiones, como un paria sin casa pero con amor, rodeado de noches estrelladas, de compatriotas y de extranjeros, de gente sin instrucción formal y de académicos, de políticos y profetas, solo en medio de la muchedumbre, rodeado de animales, y de luz. Todo un Dios necesitaba que lo cuidaran, lo alimentaran, lo protegieran. Qué lejos estamos de la imagen de un Dios Todopoderoso y juzgador, patrón de ejércitos y aniquilador. Aquí estamos frente a un Dios que necesita de los demás para cumplir su misión. Un Dios pobre, dependiente, vulnerable. Le hemos puesto coronas, joyas, lo hemos encerrado en las iglesias, lo hemos convertido en imágenes de niños sonrientes con vestidos rosados, le hemos despojado no solo de sus vestiduras en la cruz y de su mensaje en nuestras vidas individuales y colectivas, sino que lo hemos hecho a nuestra imagen, para justificar nuestras cobardías, y nuestros miedos. Lo hemos domesticado, hemos hecho guerras en su nombre y torturado y quemado como brujas a mujeres que se atrevieron a pensar y actuar por sí mismas.

La Navidad es la celebración del inicio de un cambio, que marcó para siempre la humanidad en su conjunto, no importa donde se viva, la fe que se tenga o no. La cambió con la fuerza del amor que no tiene miedo de denunciar las injusticias, de enfrentarse a los poderes de turno, de proclamar la hermandad profunda de todos los seres humanos y de vivir en comunión y respeto por todo lo que vive.

Feliz Navidad.