Sin debate, como corresponde a los tiempos que corren, entró en vigencia un nuevo paquetazo tributario. Las torpezas de la oposición fueron decisivas para cumplir las expectativas de ese fraile de la nueva religión del siglo XIX que, más allá de cobrar impuestos, nos recuerda a cada momento que no debemos fumar, tomar bebidas alcohólicas, comprar las diabólicas cosas importadas o dejar un solo centavo en el exterior, porque todo eso afecta a nuestra salud moral. Pero, en realidad, ni la incapacidad de los opositores ni los piadosos deseos del personaje fueron tan importantes para aprobar el paquete como la maniobra de los altivos y soberanos en la Asamblea. Demostrando que son alumnos aprovechados y distinguidos del febrescorderato, hicieron que el tiempo juegue a su favor, eludieron la discusión, le dieron gusto al jefe y, sobre todo, evitaron comprometerse con el contenido de la reforma. Mañana, cuando les acusen de ser los causantes de la elevación de precios, pondrán cara de yo no fui y dirigirán el dedo acusatorio a la ingenua oposición que ni siquiera se dio cuenta de lo que pasaba.

Al mismo tiempo, en el mismo lugar y con los mismos actores, la ley de comunicación estaba –y está– a punto de entrar en vigencia también sin debate y sin responsables directos. Es una de las pocas leyes que han trascendido al debate público y que, precisamente por ello, porque ha participado la ciudadanía, no ha podido ser aprobada con las modalidades heredadas de la partidocracia. Esta constituye la joya de la corona para un régimen que ha escogido a la opinión ajena como el enemigo principal, de modo que deberá aprobarse de cualquier manera. Una de esas maneras, descubierta recientemente por el funcionario que flota como corcho aun en las aguas más agitadas, se encuentra en un artículo de la innovadora Constitución que le da a la Corte Constitucional la facultad de legislar. Una vez anunciada esa posibilidad, un desconocido pero ágil asambleísta presentó el recurso de inconstitucionalidad de la ley aún inexistente para que, finalmente, esa Corte se convierta en el gato encargado de sacar las ardientes castañas.

Si la Corte responde afirmativamente a ese pedido, la revolución ciudadana alcanzará de un solo toque tres objetivos. En primer lugar, contará con una ley que no habría conseguido por los procedimientos normales, porque en ellos se requiere de la deliberación y la participación de los otros. En segundo lugar, habrá eliminado cualquier responsabilidad de sus legisladores, a quienes de ahí en adelante no se les podrá acusar de haber violado el acuerdo hecho en diciembre del 2009 y tampoco se les podrá señalar como los responsables de haber puesto la mordaza a los medios. En tercer lugar, contarán con una norma prácticamente inapelable, ya que cualquier observación debería hacerse ante la misma Corte Constitucional, que solamente en caso de demencia colectiva de sus integrantes podría aceptar la inconstitucionalidad de una ley que ella misma aprobó. Es un juego perfecto. Frente a esto, la partidocracia es una ameba.