Nuestro invitado |
No me acuerdo de la fecha. Comienzos de mayo, creo. Un grupo de autodenominados “anarquistas” se manifestaba frente a mi casa. No contra mí, claro, sino contra el alcalde de la ciudad española donde vivo, que es mi vecino.
Gran sorpresa. Esperaba al menos oír frases de intelectuales anarcosocialistas, como el clásico Kropotkin: “el progreso es mucho más efectivo cuando se produce sin la interferencia del Estado”. Algo quizá de Proudhon: “por pequeño que sea el Estado, esa paternidad venerable degenera siempre… en impotencia, confusión, desatino y tiranía”. Pero nada de eso. Por el contrario, una chica (aparentemente una cantante local de hip hop) se puso a rapear consignas que en pocas palabras decían: queremos no solo que se mantenga el Estado de bienestar sino que sea más poderoso, que se cobren más impuestos, queremos que el Estado nos dé casa, empleo y salario digno. Somos anarquistas, concluía, con cara de barriguita llena. Mi reacción, la única lógica: ¡Plop!
Justo en ese momento, cuando ya perdía el interés, surgió un personaje que me animó la jornada. Apareció la única alma libre entre todos esos borregos. Un negro vendiendo cinturones y pulseras, imagino que inmigrante ilegal proveniente de algún país del Sub-Sahara. Él, pensé, era el único verdadero anarquista presente.
Todo un activista involuntario de la libertad el negro, héroe antiestatista de cepa. Por muchas razones: cuando el Gobierno le dijo “aquí no puedes entrar”, él hizo caso omiso. Cruzó frontera tras frontera, desafiando la autoridad estatal, burlándose de las leyes y el aparato de represión migratoria. Y todo ello arriesgando su vida por semanas enteras, quizá por meses. Quién sabe. Y frente a la crisis económica, no recurría a nadie para que le regale nada, solo ejercía su libertad creativa.
Frente a la crisis económica él respondía ejercitando su ingenio, enfrentaba la adversidad buscando satisfacer las demandas de la gente, intercambiando bienes por dinero, de forma pacífica, sin vulnerar a nadie. Lo hacía sirviendo de intermediario en el proceso espontáneo que es el mercado, basado en relaciones voluntarias, sin pedir que roben a otros (eleven los impuestos a los ricos) para darle de comer a él. Sin permisos ni licencias, ni contribuciones a la seguridad social ni declaraciones de impuesto a la renta o sueldo mínimo.
Los niños consentidos del Estado, por su parte, ni lo miraban. Estaban ensimismados disfrutando su cuarto de hora de supuesta rebeldía, y seguían alucinándose hijos de la utopía. Luego irían al bar, a tomarse unas cervezas, como siempre. Ahí yo vi cien ovejas y un solo hombre: el negro anarquista.
Pero ese día también recordé a los miles de “informales” que veía siempre en las calles de Guayaquil. Comprendí que merecen un homenaje, y no que se los persiga, porque son verdaderamente heroicos. Mientras otros parasitan el Estado, mientras otros se dedican a fomentar complejos de inferioridad, mientras otros deciden adueñarse de aquello que no han producido, ellos apuestan por apoderarse únicamente de su destino y emplear su capacidad creativa para cambiarlo, mediante un intercambio voluntario y pacífico. La suya es la auténtica rebeldía.