Opinión internacional |
ARGENTINA
En 1963, Stanley Milgram realizó un interesante experimento en la universidad de Yale. Buscó al azar –con avisos en los periódicos– a personas que serían el objeto de estudio y ocupó a unos estudiantes para que actuaran en una supuesta prueba sobre la influencia del castigo en la memoria de los alumnos. Cada experimento incluía tres sujetos: el investigador, el maestro y el alumno. El investigador pedía al maestro que aplicara un castigo de 25 voltios progresivos cada vez que el alumno contestaba mal una pregunta. Era una especie de ‘¿Quién quiere ser millonario?’ pero con castigos a los errores en lugar de premios a los aciertos. Si el maestro se inquietaba por la intensidad del castigo, el investigador le ordenaba seguir con las preguntas hasta llegar a 450 voltios.
El fin real del experimento consistía en medir la disposición de las personas para obedecer las órdenes de una autoridad aunque estas pudieran entrar en conflicto con su conciencia personal. Milgram quería probar cómo la mayoría de las personas obedece a los estímulos normales de la autoridad, aun en casos en los que esta le ordenara los abusos más atroces contra sus semejantes. De este modo encontró cierta explicación a algo que lo atormentaba: cómo millones de alemanes obedecieron órdenes inhumanas durante la Segunda Guerra Mundial. Claro que también se explican con sus conclusiones muchos otros crímenes que se cometen colectivamente en nuestra sociedad antes o después de la Segunda Guerra Mundial. En el experimento, que se repitió en distintas universidades del mundo, ningún maestro paró al llegar a los 300 voltios, momento en que el alumno dejaba de dar señales de vida y a pesar de que el falso aparato que aplicaba el castigo advertía sobre el peligro de administrar semejante cantidad de electricidad a una persona. El 65% de los maestros llegó a aplicar 450 voltios a lo que se suponía que estaba sin sentido hace rato.
Milgram probó que mientras haya autoridad que lo mande, los seres humanos nos cosificamos y somos capaces de torturar y hasta matar a nuestros semejantes a pesar de sus gritos desgarradores y sus pedidos de clemencia. Solo hay que dar la orden con suficiente autoridad o convicción.
No es que quiera enmendar la plana a Stanley Milgram, pero creo que no reparó en que los maestros de su experimento, además de obedecer al investigador, estaban abusando de su minuto de autoridad. Por eso me atrevo a agregar una conclusión a las de Milgram: “Los seres humanos tendemos a exprimir cada minuto de autoridad que nos da la vida”.
En internet puede encontrar la historia del experimento y también algunas filmaciones originales. Pero no hay que buscar nada en internet para comprobarlo: la prueba se repite a diario en la vida de cada uno de nosotros y podemos demostrarlo fácilmente.
Haga un poco de memoria. Recuerde la última vez que se enfrentó con cualquier persona que, aunque sea por unos instantes, puede hacerle sentir que tiene autoridad sobre usted. Acuérdese del último empleado que lo atendió detrás de un mostrador o sentado del otro lado de un escritorio. Recuerde el conductor del bus o del taxi, el empleado del correo, el guardia de su edificio, la cajera del supermercado o el del banco, el maestro de la escuela, el profesor universitario en un examen, el oficial de la policía, el recepcionista del hotel, el salonero de un restaurante, la enfermera del hospital, el bedel de la facultad, la dependiente de la farmacia, el cura de la parroquia... En muchos de estos casos nos encontramos con el ejercicio más cabal del minuto de poder. Cuando una persona tiene poder, por más limitado que sea, siente la necesidad imperiosa de demostrarnos ese poder sobre nosotros. Algunos, para colmo, abusan de ese poder y nos demuestran que nuestra vida está en sus manos durante ese minuto, que por desgracia puede ser un poco más de tiempo. Hoy mismo –sin ir más lejos– fui rehén de un taxista que me llevó a la velocidad del rayo entre frenazos y acelerones y con la radio a todo volumen. Cuando terminó la carrera le expliqué que así no se maneja, sobre todo si se lleva un pasajero. Me contestó con un insulto, pero por suerte ahí terminó su abuso.
Pensaba en estos días que deberíamos repetir el experimento de Milgram con todos aquellos que aspiran a un cargo en el gobierno. Así sabríamos cómo se van a comportar cuando les toque disfrutar del minuto de poder. Porque al final cuatro u ocho años son un minuto para la historia de nuestros países. No me cabe duda de que todos ellos están disfrutando de su minuto de poder. Y algunos están abusando, como el taxista de hoy.









