Cuando en la escuela o el colegio usaba esta palabra causaba sorpresa a mis condiscípulos, que pensaban que me la había inventado. En realidad, la había oído siempre en casa y me sorprendía que mis amigos no la supiesen. Cuando llegaron mis hermanos menores a la edad escolar o colegial, y también llamaban así lo que con un circunloquio se denomina “vergüenza ajena”, entonces ya quedó claro que no era una creación personal, sino una particularidad más de una familia, por otra parte, pródiga en particularidades. El término nos llegaba por vía de la tribu materna a la que se atribuía (¡viva la cacofonía!) la creación del vocablo.
Tardé años en enterarme de que remplazar el inexacto rodeo de “vergüenza ajena” por el más preciso “lípori” no era ninguna arbitrariedad idiomática ni un barbarismo, sino una palabra reconocida y de uso en España, aunque infrecuente. Sospecho que nos llegó a través del filósofo Julián Marías, uno de los propulsores de la utilización del término, con quien dos tíos míos tuvieron amistad. Es más, hay quienes atribuyen a Marías no solo la popularización del término, sino su misma invención. Otros sostienen que fue creada por el escritor catalán Eugenio D’Ors, quien decía “lípori”, tal cual yo la había oído siempre. Sin embargo, la Real Academia recoge la variante “alipori” sin aclarar nada de su etimología. ¿Cuál de los dos intelectuales la creó y, lo que es más importante, de dónde se la sacó? es una pregunta que probablemente no se responderá nunca, porque se llevaron a la tumba el secreto, no siendo nada improbable que la hayan oído de algún tercero. Ante tal polémica, el lector escoja la versión que más le guste. Personalmente prefiero la versión esdrújula, que me parece más sonora y festiva, además se aleja del parecido con el topónimo italiano Lipari, con el que no tiene nada que ver.
Hace poco leí en un diario español una crítica a la película Linterna Verde, que según el cronista le producía lípori. Como no está en mis planes ver ese filme, no puedo decir si usó el término tal como lo entiendo. Se explica mejor el concepto si digo que expresa esa sensación de descomposición física y psíquica, que llega al escalofrío, que nos producen por ejemplo, en estos tiempos de “revolución ciudadana”, las canciones cursis, las consignas vacías, las risotadas fingidas, los comentarios sobre cosas que no entienden, los fallidos cachullapis tras las consultas, etcétera. En cambio, en el caso de los papelones en política internacional, tales como apoyar al psicópata Gadafi o emperrarse en no reconocer al gobierno legalmente constituido en Honduras, a pesar de que lindan con lo ridículo, revisten ya una gravedad que no me atrevo a calificar con un término que, como digo, es más bien festivo. Y queda muy claro que la “conmemoración” de antes de ayer, en una fecha luctuosa, tampoco provoca lípori, o para no hacerme el exquisito, “vergüenza ajena”, sino indignación.