Me gusta el fútbol más ahora que antes, quizás porque ya no lo juego. Extraño salir a la cancha. Siento la nostalgia de una gambeta, de un tiro libre, del rumor que sale del graderío, del olor a linimento que se impregna en los camerinos.
Ya no voy al estadio: me conformo con los partidos que pasan por televisión, que veo una vez sí y otra vez no.
Pero, a pesar de no ser un fanático, de no tener un equipo predilecto, ¡qué le voy a hacer!, me gusta el fútbol.
Me gusta, porque es inescrutable: no hay certezas.
Me gusta el fútbol porque en la cancha se registra no solo el presente, sino el pasado: de repente, una jugada me remite a otra, cuando todavía no experimentaba los arteros goles que me iría metiendo la vida, el fútbol se alimentaba de sueños y con ellos paladeaba la gloria de llegar a ser como Di Stéfano.
Me gusta el fútbol porque en la cancha están escritas ciertas lecciones que rebasan el juego: hay que respetar al adversario, hay que aprender a perder con dignidad pero, sobre todo, a ganar sin envanecimiento.
Me gusta el fútbol porque exige inventar sobre la marcha; crear, cuando aquello que se planificó en los entrenamientos se da de bruces contra la realidad. La vivacidad, la inteligencia, la chispa del jugador logran desconcertar, sorprender, borrar la lógica.
Me gusta el fútbol porque es un juego de equipo. Si bien la individualidad cuenta, más cuenta la misión de ayudar al compañero para que se desmarque, trepe, defienda. Admiro esa facultad del futbolista para mirar, saber dónde está situado el otro, colocarse donde le pueden hacer un pase, intuir dónde tiene que dirigir el balón a fin de que un compañero lo reciba.
Me gusta el fútbol porque enseña, más que de los aciertos, de los errores. Un disparo que se pierde hará que el siguiente tiro sea más certero. Una mano inoportuna obligará a esconder los brazos como un pecado. Un reclamo al árbitro al impulso de la ira, hará que quien ha sido echado de la cancha medite en la soledad del camerino sobre el perjuicio que causó su intemperancia.
Me gusta el fútbol porque allí no entran consideraciones que no tengan relación con la destreza del jugador, que puede ser rico, pobre, negro, blanco, alto, pequeño, gordinflón o esmirriado.
Me gusta el fútbol porque convoca a la ilusión. Niños que, desde el abandono, saltan al potrero para allí, bajo la imagen de sus ídolos, ir creando su propio lenguaje y poniendo su sello personal, su impronta, que tal vez a ellos también los catapulten a la gloria.
Me gusta el fútbol porque todavía no se ha inventado una escuela, una academia de la que salgan los titulados para ejercerlo. Estos surgen las más de las veces de la adversidad y, sobre todo, de la pasión, que es ese algo incomprensible, inasible, que se incrusta en el alma y hace que la vida sea inentendible sin una cancha de por medio y un balón.
Me gusta el fútbol porque en cada partido al hincha se le va su destino entre gritos, frustraciones, llantos y alegrías. La única realidad que existe está en la cancha y dura lo que dura toda la eterna eternidad de los noventa minutos, en que se ama, se odia, se enternece, se muere y resucita.
Me gusta el fútbol porque, como en la vida, se juegue a ganar, aunque siempre, siempre, se termine perdiendo.