Theo y Hellen. El arte plástico es la pasión de los Constante.
De los seis hijos que ha procreado el pintor guayaquileño Theo Constante, Hellen es la única que decidió tomar el arte como oficio. Ella afirma que está en sus genes. Además de su padre, su mamá, Ethel Palacios (+), y su abuelo, Teobaldo Constante (+), son otros referentes pictóricos en su familia.

“Lo mío siempre ha sido el color, aunque mi mamá no quería que pintara”, relata Hellen, quien de lo único que se apena es de no haber asistido a una escuela de artes plásticas. “Pero mi escuela fue la vida y, por supuesto, mi papi”, manifiesta la artista, de 50 años.

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Para el experimentado pintor, de 76 años, su hija fue una de las razones para seguir en el arte. “Fue mi motivación, como todos mis hijos, pero en ella siempre se notó ese interés”.

Por primera vez, en agosto próximo reunirán sus obras en la muestra Juntos. “Imagínate poner mis pinturas junto a las de semejante maestro y pararme a su lado”, dice Hellen, a lo que su padre –con picardía– responde: “Y yo que la hice”.

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Jorge y Carlos. Murales, un legado tangible de los Swett.
Jorge Swett combina su oficio de muralista con la abogacía. Mientras que Carlos estudió arquitectura porque le gusta trabajar con los volúmenes y las formas, pero desde la adolescencia empezó en el muralismo, como asistente de su progenitor.

En los Swett, padre e hijo, respectivamente, se evidencia su complicidad en los más de cinco trabajos que han elaborado en varios lugares de la Universidad Católica de Guayaquil.

Aunque Jorge, de 84 años y educado en la entonces Escuela de Bellas Artes de Guayaquil, no contó con un padre artista, sino agricultor, sí considera que este tenía habilidades en las manos y eso le fue heredado.

Carlos, de 56 años y el tercero de los hijos de Jorge, afirma que “lo del talento es algo misterioso, pero creo que influye mucho tener un padre artista para que te inclines a seguir sus pasos”.

Dice que aprendió de su papá que “hay que nutrirse de información para tener una idea clara sobre lo que se plasmará en un mural”. Ambos afirman que “el muralismo debe tener un mensaje, porque es un arte que tiene una función pública”.

Arístides y Elena. El escenario del teatro une a los Vargas.
Fresca está en la memoria del actor Arístides Vargas, fundador y director del grupo teatral Malayerba, el día en que su hija Elena dio sus primeros pasos.

“Ella aprendió a caminar en un escenario en Tulcán cuando hacíamos una función sobre Robinson Crusoe”, dice. El hecho ocurrió cuando Elena tenía un año y dos meses.

Agrega que desde pequeña la llevaban de gira y dormía (durante las funciones) a un costado del escenario. Por eso no le parece extraño que haya seguido la senda artística.

Elena se especializó en música en Ecuador y España. Actualmente es una de las estudiantes de actuación precisamente en la Casa Malayerba, por lo que aún no se considera una actriz. Y esta experiencia como alumna es difícil, precisa, pues involucra las emociones.

Ha puesto en escena dos obras teatrales que han contado con el apoyo de su padre en la elaboración de textos. Colabora como luminotécnica en las obras que monta Malayerba, por lo que ella considera que “es el trabajo más tenso entre nosotros”.

“Es muy diferente dirigir a tu hija que dirigir a una actriz porque los antecedentes emocionales siempre pueden estar en un primer plano y confundir los ámbitos de padre-hija y de director-actriz”, reflexiona Arístides. Menciona, no obstante, que eso se supera cuando el trabajo artístico se impone.

Venancio y Manuel. La música, una grata profesión.
Los músicos Venancio y Manuel Larrea, padre e hijo, aseguran haber heredado su talento de Federico Larrea, quien fue el progenitor del primero.

“Pienso que es necesario fomentar el talento a medida que el que lo posee va creciendo”, dice Venancio. Mientras que su hijo cree que quien tiene una habilidad debe desarrollarla, “pero que no llegue a decepcionarse del medio, lo que detiene a seguir la carrera”.