Una canción de Alberto Cortez dice exactamente lo que reza el título de mi artículo. Somos indulgentes frente a nuestros defectos, implacables si se trata de los demás. Juzgamos con asombrosa facilidad a quienes catalogamos como mentirosos, chismosos, maleducados, hipócritas. El asunto se vuelve candente si se trata de adversarios políticos o enemigos personales.
En realidad lo único que debería interesarnos es el contenido de nuestro propio corazón: aspiradora de sentimientos positivos o negativos, lacras (esta palabra incomodó a una de mis lectoras, cuando en realidad el diccionario la define como defectos o vicios). Lyn Yu Tang dijo: “Desconfío del hombre que no tiene ningún vicio”. Bendito consuelo. Si logramos hacer el balance entre nuestras virtudes, nuestras imperfecciones, podremos ser honestos con nosotros mismos. Los psiquiatras llaman transitivismo a esta etapa de la infancia en que descubrimos en el espejo nuestra identidad. Aquel reflejo, si sabemos mirar, no solamente nos indica el estado preciso de la envoltura, su eventual deterioro, sino la transparencia de la personalidad o el desmoronamiento del alma. Las múltiples situaciones que nos presenta la vida diaria nos ponen a prueba. ¿Cómo reaccionamos frente a los limpiadores de parabrisas en los semáforos? ¿Cómo respaldamos o rehusamos ayudar a quienes nos necesitan? ¿Logramos ponernos en la piel de los demás para comprenderlos en vez de juzgarlos? ¿Somos coherentes frente a nuestras creencias? ¿Dividimos a los humanos en categorías para ubicarnos en la cumbre de la jerarquía? Siempre escribo que la cualidad más preciada que puede poseer un ser humano es la gentileza, disposición del alma que nos impulsa a perdonar, buscar la paz, ser tolerantes, no dar como hecho lo que solo es una suposición.
El cristiano que comulga me conmueve cuando se concentra en la oración, ojos cerrados después de recibir a Dios luego conversando con Él mediante la oración. Ha de salir del templo dispuesto a comprender a sus semejantes con fe renovada, amor inmenso. Si no ocurre aquella transformación, existe falta de fe. Si su corazón alberga resentimiento, odio, deseos de desquite, venganza, chismes de baja calaña, más vale que nunca más acuda a la iglesia: sería acto inútil, propuesta falsa. Lo mismo sucede en la sinagoga, la mezquita, El Salón del Reino. El agnóstico debe multiplicar esfuerzos para buscar la verdad sin negar posibilidades, respetando todas las religiones, utilizando el humanismo como camino hacia Dios a través de los demás. Somos los demás de los demás, pecadores sin lugar a dudas y como tales sin ningún derecho de ver como leves nuestras infracciones, graves las ajenas. Al desear para los demás cosas negativas, atraemos sobre nosotros aquella negatividad. Es la “ley de la atracción”, tan de moda en la actualidad cuando en realidad nunca fue un secreto como ahora lo pretenden a golpe de marketing. Me parece acertada aquella frase evangélica: “No juzguéis si no queréis ser juzgados”. La conciencia de ser mortales debería bajar nuestros humos. Si Dios existe, solo puede ser amor, quiere estar en cada uno de nosotros. Si nos quedamos solos, somos insignificantes aunque nos duela.