Alfonso Reece D.
Si en lugar de creer, como creo, que la muerte es un proceso más de la vida y la concibiese como una deidad, como Tánatos o Mictecacihuatl, podría pensar que esa entidad maléfica se ha empeñado en segar con su hoz proterva en torno mío. Pasado mañana se cumplirá un año de la muerte de mi padre, la persona que me enseñó a valorar, sobre todas las cosas, la libertad y la alegría. Desde entonces se me han muerto un número inusitado de amigos y conocidos. Entre ellos el poeta Francisco Granizo y el historiador José Ignacio García Hamilton, de quienes ya hice elegía en esta columna. Y las cosas fueron más allá, porque en marzo, la parca me llamó y llegué a poner un pie tras la linde de su aciago jardín. Pero la ciencia, el azar y la Providencia no me dejaron ir.
También este año perdí o, más preciso, perdieron el país y la humanidad a dos personas que admiré, respeté y estimé en alto grado. Eran de origen germano, pero su trayectoria vital se realizó en Latinoamérica y especialmente en el Ecuador.
Peter Schenkel, ciudadano alemán pero nacido en la actual Eslovenia, conoció en México a los revolucionarios cubanos que preparaban el derrocamiento de Batista. Cuando triunfaron fue cercano colaborador del Che Guevara. Sin embargo, se desencantó pronto de la aventura fidelista.
En una revista de la que fui editor Peter publicó los artículos de los que extraigo estas citas. Una: “El Che, que gustaba de andar metralleta en mano, ya no tendría lugar en este mundo del ocaso comunista”. Y otra: “El régimen autocrático de Cuba, con sus cárceles llenas de presos políticos, sin libertad de opinión y prensa, sin oposición y con estructuras económicas osificadas e inoperantes, ya se encuentra fuera de lugar”. ¡Esto fue escrito hace veinte años! Tras dejar Cuba, Schenkel recaló en Ecuador donde vivió por más de tres décadas, contribuyendo a las ciencias sociales y al periodismo, con su pensamiento y su consejo. Escéptico, crítico, racionalista radical, impulsor de proyectos ecológicos, su presencia en el país fue un aporte sólido.
Publicidad
También alemán, Herbert Schlenker fue un científico y fotógrafo que llegó a Ecuador en los ochenta. Era un experto en agricultura y por dos décadas, junto a su esposa colombiana Beatriz, dirigió una fundación para la protección de especies amenazadas. En el primer centro creado en el país para el rescate y reintroducción de animales cautivos liberó miles de ejemplares incautados por las autoridades. En Esmeraldas implementó un proyecto de reintroducción, que buscaba ser autosostenible al combinarlo con la agricultura de vanguardia. Publicó varios trabajos sobre especies endémicas, entre ellas el guacamayo de Guayaquil (Ara ambigua guayaquilensis). Su capacidad de acción solo se equiparaba a su sabiduría.
Ante la memoria de estas personas queridas y admiradas sí quisiéramos personificar la muerte, pero como la deidad benéfica del triunfo que concibió Rubén Darío: “¡La Muerte! Yo la he visto. No es demacrada y mustia/ ni ase corva guadaña, ni tiene faz de angustia./… en su rostro hay la gracia de la núbil doncella/ y lleva una guirnalda de rosas siderales”.