Cecilia Ansaldo Briones
Los verdaderos poetas son inmortales siempre y cuando se los lea. La edición para salvaguardar la perennidad de Hugo Salazar Tamariz está en nuestras manos en justa cuota de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, en su colección Memoria de vida. No podía ser de otra manera. Esta voz cuencana –cuyo nombre no puede pronunciarse desligado de otros dos grandes de esa procedencia, César Dávila Andrade y Efraín Jara Idrovo, pese a que numerosos vates cuencanos iluminan la poesía nacional– hizo profesión de fe literaria a lo largo de toda su vida.
Mucho se ha dicho sobre el silencio del poeta durante sus últimos años de existencia. Desde 1967 o 1968 (hay diferencias en las fuentes consultadas) hasta 1999, cuando falleció, no publicó ningún otro libro lírico, mientras sí se mantuvo activo en materia de teatro, novela y cuento, expresiones literarias en las que no alcanzó mayor trascendencia. Es que su decir medular estaba en la poesía. Otro rasgo de los buenos poetas es que hacen rigurosa autocrítica. Don Hugo –y lo nombro con el respeto con que lo traté cuando lo conocí, ya no recuerdo si en los pasillos de la Casa de la Cultura, Núcleo del Guayas o en las sesiones de Sicoseo– entró por voluntad propia en la etapa de la depuración. “Lo abandonó el Duende” dice Huilo Ruales en el prólogo de la edición que comento. Cualquiera que haya sido la causa de ese silencio, debe ser motivo, también, de admiración. Ya había dado lo suyo. ¿Para qué poner en riesgo los frutos de su penetrante iluminación?
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Porque la poesía de Salazar Tamariz engrandece los móviles creativos de su generación. En el horizonte continental, Pablo Neruda había soltado el rosario perfectamente engranado de su Canto General, le había dado un himno-elegía-canto épico (todo en uno) a Latinoamérica. Y los escritores solidarios y participativos de su visión de mundo, combinaron sus voces con las del chileno para multiplicar un elogio terrígeno, explorador de raíces propias y proximidades culturales. El habitante amenazado (1955) es ese poema gigante, subtitulado y anillado en eslabones graduales, que revela individualidad y pluralidad al mismo tiempo. En sus líneas palpitan la entereza de las autodefiniciones y el profundo entendimiento de fenómenos históricos y sociales.
He repasado esos versos y he encontrado que me golpean con la certeza de la lucidez poética: “Mi país es de fuego domiciliado en sangre/ y en palabra;/ un grito trasmutado en ola,/ en ala/ y hasta en soledad”. (Y qué lastima que en esta columna no se pueda trasladar la distribución de la línea tan peculiar en este autor), hacen advertencia de vigilar “los hijos/ y la amada/ la cosecha/ y los libros”, gritan y lloran con la voz asumida de los débiles del mundo.
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No se crea que esta poesía no recorre los secretos caminos de la intimidad, que está instalada solamente en la plaza abierta de los sentimientos públicos.
También tiene espacio para la intensa alegría del amor entregado, al dolor de separaciones inevitables. Hay mirada sensible para lo pequeño y cotidiano.
Con todo esto, simplemente, celebro que haya un libro ecuatoriano nuevo que nos permite hacer memoria en voz alta de un admirable poeta del país.
Y pongo en su sitio mis propios recuerdos de don Hugo y su palabra enérgica y su mirada frontal y su cálido apretón de manos. Así, que se quede siempre presente.