Fue la oportunidad de ver a la diva del pop en tierras chilenas. Una ocasión que sirvió para vivir y compartir el fanatismo de 70.000 delirantes seguidores. Fueron dos presentaciones. Verla en vivo fue una espera de casi 25 años. Desde 1983 cuando amigas vinieron a Guayaquil desde Nueva York ataviadas con aretes en forma de crucifijos, medias con encajes, cintillos, blusas que parecían estar rotas y un pequeño disco de vinil que guardaba Everybody y Lucky Star. Cuando escuché estas canciones me ‘madonnicé’. Desde ese momento he seguido la carrera de Madonna. Debo confesar que no soy de aquellos fanáticos que hicieron fila dos días antes del concierto, como algunos en el estadio Nacional de Santiago, pero no hubo problema, la pude ver a cinco metros de distancia. Fue mi sueño desde los trece años. Tuve mis dudas. Cuando uno ha seguido la vida artística de un cantante por televisión, cine y periódicos, uno se crea una idea de ese artista. En el caso de Madonna no fue así. Su imagen camaleónica hasta la actualidad es tal cual. No es alta, es muy blanca, musculosa, llena de energía, excelente bailarina, incansable. Se entrega a su público sin poses de diva. En cada presentación hace lo que tiene que hacer y se va. Durante sus giras no da entrevistas. Cuando tiene más de una presentación dedica su tiempo a descansar y a ensayar, pero pude ver algunos periodistas en los alrededores del hotel Hyatt de Santiago. Fue inútil. Ni siquiera se asomó a la ventana. El concierto del 11 de diciembre reunió la misma cantidad de gente que el día anterior: 70.000 aproximadamente. En el boleto decía que era prohibido llevar cámaras de fotos. Nadie hizo caso. Como aperitivo, el telonero del tour Sticky & Sweet fue el DJ británico Paul Okenfold. Eran las 21:30 -hora programada para el concierto- y la gente se impacientaba. Como para calentar motores empezaron hacer la ola. Luego de 15 minutos se apagaron las luces. Un gran cubo que estuvo sobre el escenario empezó a iluminarse, luego a desarmarse en pequeñas pantallas. Con el tema Candy Shop Madonna salió esa noche, donde repitió casi al pie de la letra el libreto del concierto del primer día, salvo por la canción que ofreció a elección del público que esta vez fue Sorry. Sentada en su silla, la diva empezó un espectáculo que duró casi dos horas. Mientras tanto en la zona VIP fanáticas y fanáticos improvisaban un masivo bacanal. La gran mayoría de esa localidad no veía lo que pasaba con ese grupo de entusiastas seguidores de la cantante. Ese momento casi todo era permitido: menos ropa y mucha desinhibición. Chile estaba madonnizado. Sexy, con una musculatura que fue criticada por algunos medios de prensa, Madonna deleitó con los temas de su última producción Hard Candy y sus éxitos más famosos como Like a prayer, Vogue, Into the grove. La canción Beat goes on puso de pie a todos cuando apareció subida en un elegante Rolls Royce descapotable. Pronto vino Spanish Lesson, que presentó con un agringado “¿habla español?” y acompañada de un bailarín de flamenco, y La Isla Bonita, con un aire agitanado, gracias a varios violines, acordeones y guitarras. Casi al finalizar el recital, la gente empezó a gritar “ídola, ídola, ídola”. Eso la hizo detenerse un rato porque no entendía lo que le decían. “What... Oh, ídola, I like that song. Gracias Santiago”, fue lo que pudo decir ante los gritos de la gente. Según la prensa chilena, unos doce millones de dólares costó llevar a Madonna a Chile. Pero no fue por gusto. Todos quieren seguir viendo a la cantante, que por cierto confirmó porqué aún nadie la baja de su trono.