| Fotos: Carlos BarrosFreddy Tutivén solo llegó hasta la primaria. Fue betunero y albañil antes de descubrir su habilidad gastronómica, que hoy lo ubica como un próspero empresario de la comida manabita. Su apodo está implícito. No hace falta preguntarle, porque cuando saluda lo primero que resalta después de su carismática sonrisa son sus grandes ojos verdes. El Gato, como lo conocen los comensales de sus restaurantes de comida típica en Guayaquil, Manta y Portoviejo, recuerda que fue un cliente –cuando él trabajaba como mesero– quien le dio esa denominación. “No sabía mi nombre y quería pedirme algo, así que me miró y me dijo: Gato ven acá. Desde allí me conocen como el Gato”. En realidad se llama Freddy Tutivén Macías (aunque muy pocos lo reconozcan por su nombre), tiene 49 años y una habilidad implícita que ha logrado cautivar el gusto de los amantes de la buena comida en tres ciudades.Su especialidad: la comida típica manabita, con una mezcla de ingredientes propia (tiene 45 platos para ofrecer al público) y una selección de productos que, dice él, son los que han hecho la diferencia con su competencia. No estudió cocina. Tampoco administración de empresas. Cursó solo hasta sexto grado en la escuela José Mejía, ubicada en Mejía, parroquia Picoazá de Portoviejo, de la cual es oriundo. Lo demás lo ha aprendido en la que él llama la universidad de la vida, asimilando cada experiencia y también cada error. Antes de llegar donde está, de ser el dueño de una cadena de restaurantes que próximamente proyecta abrir otra sucursal en Guayaquil y una en Quito, el Gato hizo de todo: fue lustrabotas, lavaplatos y albañil. Desde muy niño salió a trabajar a la ciudad porque había que ayudar a mantener a la familia. Lo de betunero le duró solo unos meses en el casco comercial de Portoviejo (Nueve de Octubre y Chile) hasta que llegó al desaparecido restaurante Madrid, que quedaba en el centro de Portoviejo (junto al hotel San Marcos). Allí comenzó en 1973 lavando platos. Lo ascendieron a ayudante de cocina y luego a jefe, por tres años. Después trabajó en El Salpicón, otro local de comidas, situado en la misma cuadra que El Madrid. “Renuncié porque lo que ganaba ahí en un mes un compañero en la construcción lo hacía en una semana”, cuenta. Sin saber nada de albañilería se propuso aprender y pudo entrar a trabajar en la construcción del edificio municipal de Portoviejo. “Me tocó aprender, porque yo quería ganar más. Y sin ser estudiado –solo hasta sexto grado pero con doble jornada– aprendí a leer planos, y con ese aprendizaje y práctica hice mi casa”. Le llevó más de tres años levantarla junto con su esposa, Cecilia Macías. Ella le mojaba los ladrillos y tenía listos los materiales de construcción para, cada noche, hacer una nueva pared de la casa. “Lo único que no tengo es planos, así que si usted me la quiere comprar y me exige los planos, pues eso no tiene valor”, dice. Cada experiencia le arranca una sonrisa, una anécdota especial que él cuenta de una manera jovial. Para esa época el Gato ya trabajaba en Zavalita, una cebichería manabita en la que –asegura– hizo sus quince años de carrera en la cocina y a la que le debe su formación. “Me enseñó a organizarme y a ser disciplinado, le agradezco porque me pagó una carrera bien pagada que fue esta, de ahí en adelante yo hice el resto”, dice cuando habla de su dueño, José Zavala Párraga. No tenía un puesto fijo. Era polifuncional, como él dice: “Adentro, afuera, arriba, abajo, media cancha”. Durante quince años trabajó de 05:00 a 14:00. Cuando su esposa dejó de laborar, él decidió buscar una ocupación adicional y cada tarde se iba a vender guineo. Pero aunque le alcanzaba para vivir, su esposa quería trabajar. Probó primero con una tienda. “Yo le dije no te pongas, te vas a hacer enemiga de los vecinos, te fían y no te pagan, y así pasó. Aguantó un año hasta que me dijo que quería ponerse una cebichería, que la ayudara”. Lo primero que pensó es que estaba loca. Su vivienda se levanta en la ciudadela San Cristóbal de Portoviejo, que en aquella época no contaba con servicios básicos ni accesos viales en buen estado. “Yo decía acá nadie te viene, pero poco a poco le mandaba clientes y atendía más de tarde y noche. Así comenzamos”. Fue el 28 de octubre de 1992, hace 16 años.Empezó con una covacha de caña, con piso de tierra, que poco a poco fue cambiando su estructura a cemento. Sus clientes, entre los que estaban dueños de negocios o gerentes de cooperativas de ahorro, le ayudaron con préstamos a largo plazo, materiales de construcción y hasta vehículos para el crecimiento del establecimiento. La expansión con sus locales se dio primero en Manta, donde abrió en junio de 1999. A Guayaquil llegó hace cuatro años por iniciativa de su socio, Luis Fernando Geiner Trujillo. “Él es de aquí, de Samborondón, pero no le puede decir pelucón porque no tiene pelo en la cabeza”, bromea. Se enamoró de su comida, dice, y le propuso la sociedad para venir acá. Él tomó la opción. Su socio puso el dinero y él su arte en la cocina. Alquilaron una casa en Sauces II, frente al Garzocentro, y desde entonces los comensales no han dejado de llegar. Dice que su vida cambió de gasolina a diésel, porque siempre está encendida. Pasa dos días en Portoviejo, dos en Manta y tres en Guayaquil, para controlar el negocio y atender a su clientela. En la “Embajada de Manabí”, como le denomina a su local en Guayaquil, lo verá sirviendo la comida, tomando pedidos y dándole la bienvenida con esa sonrisa que lo ha hecho conquistar el éxito.