El director guayaquileño es el artífice del Festival Internacional de Coros, que este año llega a su tregésima edición.

Recostado en una hamaca, en el rincón más querido de su casa, una habitación en la que se hallan objetos que pertenecieron a sus padres, a los abuelos, y cuyas paredes lucen cubiertas por obsequios que los amigos le han dado a lo largo del tiempo, Enrique Gil Calderón, o Kili, como lo llaman a este director guayaquileño, se asombra de cómo él solo, en los inicios, organizaba el Festival Internacional de Coros de Guayaquil.

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“Hacía de todo y encima, algo que ya no hago: bebía con los coros, farreaba y cumplía. Cómo lo hacía, no sé”, dice ahora, a sus 73 años, cuando el Festival llega a su trigésima edición y es una actividad grande (congrega a cientos de invitados y a un numeroso público), y reconocida, en la que toma parte ya no únicamente él, como director, sino un equipo formado por un subdirector, un coordinador general, guías, etcétera. Y él mismo encuentra una respuesta: “Calculo que entonces era muy joven”. Lo dice con una sonrisa y sin asomo de nostalgia, instalado con serenidad en esta  etapa que le toca vivir: la madurez y el desaceleramiento del ritmo de sus actividades por un quebranto de salud.

A su enfermedad la nombra sin eufemismos. “Yo estoy bien, lo único que tengo es leucemia, por el resto estoy bien”, señala. Y enseguida, con la rapidez verbal de la que es dueño, matiza: “Todos nos morimos. No es que amo la muerte, pero pánico, terror, no le tengo. Tal vez me dé miedo cuando me enfrente de verdad a la pendejada. A lo que sí le tengo miedo es a la decrepitud”.

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Y tras esa frase, en la que denota su buen talante, indica que no ha dejado de ensayar con su querido coro, el de la Universidad de Guayaquil, agrupación que fundó y dirige, y con la cual intervendrá, como es  costumbre, en el Festival Internacional, que en su trigésima edición  comenzará el próximo lunes, en el  Centro de Arte.

Para  Kili, que es padre de cuatro hijos, el canto coral es un acto de amor. Y también lo es el festival. Lo ha entendido a medida que pasan los años, más de tres décadas desde la fecha en que por primera vez lo organizó (hubo cuatro años que dejó de realizarlo). Un festival que nació, según refiere, como producto de una pelea, pero que con el tiempo se transformó “en una cosa extremadamente linda”, resume.

Con la palabra y los recuerdos, el hijo del escritor Enrique Gil Gilbert y de la pintora Alba Calderón, se remonta a la década de los setenta, cuando Guayaquil era una ciudad pequeña y la actividad coral incipente. Había solo un coro, el que él había creado, relata. Surgió una desaveniencia y el grupo se escindió. Aquellos que se fueron formaron el coro Madrigalista, que  resultó mejor que el suyo, reconoce, entre risas, Kili. Y entonces, tremendamente dolido, urdió una venganza: hacer y brindar a la ciudad algo que el otro coro, por bueno que fuera, no tenía: un festival coral. “Mi vengancilla, mezquina, ridícula, absurda, se convirtió, con el tiempo, en una actividad que hermana, donde todos están integrados. Pocas personas tenemos la suerte de que nos suceda algo así”, reflexiona este hombre, ex presidente de la Casa de la Cultura del Guayas, fundador del Instituto Experimental de Música de la Universidad de Guayaquil y Premio Nacional de Cultura Eugenio Espejo, galardón que le fue concedido en la década de los noventa, por el entonces presidente Sixto Durán-Ballén, y que él rechazó, pero que ahora, que lo han invitado nuevamente a que lo acepte, está dispuesto a recibir. “Tengo leucemia. Aquí no hay pendejada. Ahí no te vas a poner digno. Esta pendejada cuesta un ojo de la cara”, indica con esa palabra directa, que es como su identidad.

Kili dice que le han endilgado, durante su vida, la fama de pedante y vanidoso. “Y es posible que en algunas de las cosas lo sea”, asiente, pero no como músico y director, aclara. “Creo que una de mis virtudes en ese aspecto es ser humilde y tratar de aprender siempre”, afirma. Entre sus virtudes cita también  la lealtad. Y de sus defectos, menciona las  borracheras, que ahora ya son parte del pasado, porque “mientras más viejo eres, menos malo eres”, dice.

Con los pies se da un impulso. La hamaca se mece hacia un lado y hacia el  otro y en ese instante habla de su complicidad. Comenta que en la hamaca lee y piensa. Kili mira a su alrededor. Repasa, con los ojos, las antigüedades que pertecenieron a sus ancestros. Los objetos de su madre. Los recuerdos de su padre. Y de pronto expresa: “No sé qué haré con esto ahora que me voy a morir”.

La muerte es una palabra que pronuncia con frecuencia. Incluso, dice, ha idealizado el modo: “Quisiera morir abrazado al coro. Me gustaría morir así”.

DICE ÉL

KILI GIL
“Para hacer el festival en los inicios tuve que pedir plata de puerta en puerta. Yo nunca he pedido para mí. Tengo un montón de premios, pero no me he palanqueado nada”.

“Soy amigo  hasta las patas. Soy leal. No soporto la deslealtad. Si la mujer de un amigo se desnuda delante de mí, le digo: Hijita, cuidado te resfrías, y la visto”.