La falta de fuentes de empleo, los altos precios de la canasta básica y los bajos salarios son los antecedentes del trabajo informal o autónomo, aquel al que la Asamblea Constituyente le reconoció garantías, pero que ha provocado conflictos entre comerciantes y autoridades municipales en el país. Al menos la mitad de ellos habitan en Guayaquil. Están en conflicto permanente con metropolitanos.

En el país, al menos unas 951 mil personas se dedican al comercio informal, según datos del Instituto Nacional de Estadística y Censos (INEC). La mayoría se ubica sin permiso en las calles céntricas de las principales ciudades con el argumento de la falta de fuentes de trabajo, la pobreza y los altos costos de los víveres. La migración y la introducción de tecnologías que reemplazan la mano de obra son otras razones.

Entre los informales están, por ejemplo, los lustrabotas, los que venden cola, pasteles, ropa interior, discos y un sinfín de productos. Esta semana, muchos de ellos protestaron para que se les permita instalar sus manteles en las principales avenidas y vender sus mercaderías. Las manifestaciones provocaron confrontaciones con las autoridades municipales de ciudades como Quito y Guayaquil que los controlaban.

Analistas económicos y sociólogos consideran que la problemática del trabajo informal en el Ecuador se agudiza más con la carestía de la vida, por lo que el Estado debe crear políticas que amparen a estos trabajadores, de tal forma que estén organizados y sean sujetos de crédito.

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Se ubican sin permiso en las calles céntricas de las principales ciudades del país con una botella de cola, ropa interior, carteras, churros, discos y hasta huevitos de codorniz.

Unas veces deambulan, otras se establecen hasta que los desalojen los guardias metropolitanos. En ocasiones están solos y otras los acompañan sus hijos que juegan mientras ellos se debaten entre pregonar los productos que venden y ocultarse de los policías que los vigilan.

Son cada vez más mujeres que hombres y, aunque también hay niños, la edad es lo de menos. Son los llamados informales, según la Organización Internacional del Trabajo (OIT), “todos los trabajadores (rurales y urbanos) que no gozan de un salario constante y suficiente, así como todos los trabajadores a cuenta propia –excepto los técnicos y los profesionales–”.

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Ahí entran, según la OIT, los pequeños comerciantes y productores, los microemprendedores, los empleados domésticos, los trabajadores a cuenta propia y los ocasionales (los lustradores, los transportistas, la gente que labora a domicilio) y los vendedores ambulantes.

En Ecuador, el informal, dice Kléber Coronel, decano de la Facultad de Economía de la Universidad Católica de Guayaquil, “es aquella persona que trabaja en lo que puede, que tienen empleos que ellos los autogeneran, que no tienen una frecuencia ni estabilidad”. Vicente Albornoz, director de la Corporación de Estudios para el Desarrollo (Cordes), resume: “Puede decirse que quienes están subempleados están dentro del trabajo informal”.

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Según datos del Instituto Nacional de Estadística y Censos (INEC), en Ecuador los subempleados alcanzan la cifra de 2’378.873 ciudadanos y de estos son comerciantes informales el 40%, es decir, 951.549 personas. Otros analistas  creen que la cifra podría superar el 50 o el 60%.

Las asociaciones que agrupan a los comerciantes  coinciden con esos números. “Somos más del 60% de comerciantes informales si incluimos a los que se suben a los buses y colectivos”, señala Ernesto Toledo, presidente de la Federación de Comerciantes Minoristas del Guayas, uno de los gremios que protagonizó esta semana, junto con la Asociación de Comerciantes Informales de Guayaquil, marchas para pedir que se les regularice (con uniformes, carné y espacio público). De esta forma exigen que se respete su derecho al trabajo autónomo, como aprobó la Asamblea.

“Se reconoce y protege el trabajo autónomo y por cuenta propia realizados en espacios públicos permitidos por la ley y otras regulaciones. Se prohíbe toda forma de confiscación de sus productos, materiales o herramientas de trabajo”, indica el artículo aprobado por los asambleístas y que los comerciantes han tomado como bandera de lucha. Con esta decisión, los informales se sienten amparados para ejercer su trabajo sin el riesgo de que, como ocurre en ciudades como Guayaquil y Quito, los policías metropolitanos decomisen sus mercaderías.

A partir de esta decisión es que en los cascos céntricos de las grandes urbes del país se han producido conflictos entre comerciantes y autoridades que incluso han dejado un recién nacido muerto por asfixia al inhalar gas lacrimógeno en Quito durante enfrentamientos de vendedores y metropolitanos.

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La decisión de la Constituyente no vino acompañada de las precisiones que reclaman los comerciantes, como por ejemplo, en qué calles sí, regeneradas o no, en qué condiciones y bajo qué regulaciones pueden ofrecer sus productos. Tampoco precisa si son los municipios los que deben ejercer el control.

Guayaquil es la ciudad que más informales tiene en sus zonas céntricas. El dato global de subempleo que maneja el INEC es de 509.855, pero de esto casi la mitad son informales que están en las calles y que se abastecen de los almacenes mayoristas o de la Terminal de Transferencia de Víveres, cuando se trata de alimentos y comidas.

Y en esto incide la situación económica del país. “El trabajo informal es mayor que antes porque hay más pobreza, más desempleo. La gente que no pensaba poner un puestito ahora se allana a hacerlo”, dice el analista Coronel. El especialista  menciona también indicadores de desempleo (7,1%) y los constantes incrementos de los precios de los alimentos de la canasta básica familiar como causantes de la informalidad.

En cambio, el sociólogo Napoleón Velasteguí asume el proceso de informalidad en las ciudades como un resultado de la migración interna, producto de la expulsión de la mano de obra en los campos por la aplicación de tecnologías que sustituyen el trabajo manual. “Las ciudades son vistas como centros de alta productividad y la gente va en busca de eso”, analiza.

Carmen de Barahona, una lojana de 51 años y que vive desde los 20 en Guayaquil, es vendedora ambulante desde hace 30. Ella, quien solo terminó la escuela, no entiende bien el concepto de informal pero lo define como “un constante nerviosismo”. Detrás de un pilar, en las calles Sucre y Pedro Carbo, esconde su canasta con pasteles y su botella de cola.

“¿Usted cree que  me gusta esconderme en los pilares para vender los pasteles y las colas, huir de los metropolitanos y andar con los nervios todo el tiempo?”, pregunta mientras despacha a tres comensales.

Pero no le ha quedado opción, recalca. “Uno tiene que luchar, porque sino, ¿cómo vivo?”. Su esposo, César Barahona, de 59 años, también se dedica al comercio informal, pero en las calles aledañas a la Caja del Seguro. “Él tiene miedo, ya no viene al centro, porque tres veces se lo han llevado preso y le quitaron la canasta. A uno lo persiguen como si estuviera robando”.

Fernando Torres, bachiller de 36 años y habitante del Guasmo, se arriesga a vender huevitos de codorniz a 10 centavos en las calles Diez de Agosto y Rumichaca, dice, porque está cansado de hacer carpetas con su hoja de vida y dejar en las oficinas del Correo. Lo hace cada vez que puede y cuando no se ha gastado el capital en la supervivencia de su familia. “Mi mujer falleció y tengo tres hijos que mantener”, cuenta mientras el segundo de ellos corretea a su alrededor. El dueño del almacén a dos metros le pide que no se instale en su vereda y Fernando le obedece.

Los compradores se le acercan, le compran, pero también le critican. “Es que quieren trabajar donde les da la gana, no pagan impuestos ni permisos, nada. Además, andan con niños que se orinan en las calles. No podemos volver a lo que antes era Guayaquil”, critica Carlos Sánchez, jubilado de 72 años.

En las grandes ciudades, como Guayaquil y Quito, la presencia de los informales ha sido la piedra en el zapato del desarrollo que han buscado impulsar los alcaldes. En Quito, por ejemplo,  según una investigación  del Centro de Estudios Ciudad, el 39% del comercio es informal, por lo que las administraciones zonales realizan acciones para erradicarlo.  Los planes de ordenamiento en Quito permitieron que en el 2003 los comerciantes informales de la céntrica zona de Ipiales se replegaran a áreas más populares que construyó el Municipio. Unos 5.118 ambulantes fueron reubicados en centros populares. Pero la informalidad persiste, especialmente en las avenidas del norte.

En la última década la Municipalidad de Guayaquil ha desarrollado procesos de reordenamiento mediante los cuales miles de informales han pasado al comercio formal. Algunos ejemplos son las bahías, donde se reubicó a los vendedores en pequeños quioscos que ellos mismos pagaron, cita Gustavo Zúñiga, director del Departamento de Aseo Urbano y Mercados.

Con la creación de la red de mercados también se organizó a miles de comerciantes minoristas. Además, con ello se desarticularon grandes mercadillos ubicados en zonas céntricas de la urbe, como el mercado de Pedro Pablo Gómez y la llamada “cachinería”.

“Hace 16 años nosotros recibimos decenas de miles de comerciantes en las calles... Nuestro trabajo no fue eliminarlos, fue ordenarlos, más de 25.000 vendedores asentados en mercados, la mayoría de ellos estuvo en las calles, hicimos un trabajo largo, de diálogo”, dice Zúñiga al analizar la evolución de la problemática en la urbe.

Los controles también hicieron que los comerciantes retrocedieran al menos de las grandes avenidas céntricas, donde las policías municipales ejercen control. En los cascos urbanos pugnan los informales en su lucha por subsistir y los metropolitanos que les impiden su permanencia en zonas prohibidas. En este marco, los decomisos han sido la sanción para los informales que han tenido que pagar multas para recuperar sus productos, materiales o herramientas de trabajo.

Christian Delgado, por ejemplo, intentó reunir esta semana los $ 100 establecidos en la boleta de sanción emitida por la comisaría cuarta para que le devuelvan su carreta de helados. Él trabaja en los alrededores del Mercado Central y dice que a diferencia de muchos comerciantes él no puede darse el lujo de perder su carreta “de acero inoxidable” y que cuesta $ 500. “Pero tampoco tengo tanta plata para pagar los $ 100 de la multa”, contó Delgado la mañana del miércoles pasado.

La represión al trabajo informal, dice el sociólogo Napoleón Velasteguí, constituye un detonante social, por lo que el Estado, agrega, debería crear nuevas políticas que permitan elevar el nivel de organización de informales para darles crédito.

“La pobreza no se puede ocultar con un decreto. A los informales no se puede penalizar su existencia. Es necesario apoyar el trabajo informal porque coexistimos con él”.