Similar a lo que todavía ocurre con los grillos que con las primeras lluvias de diciembre o enero  aparecen  en las calles de Guayaquil e invaden aceras, casas y edificios cercanos a los postes que revolotean atraídos por la intensidad de la luz, el insecto al que la voz popular bautizó como ‘tarantantán’ también llegaba con alguna precisión en mayo y  servía para indicar el comienzo de la estación seca (verano).

El tarantatán, algo diminuto, de color negro oliváceo y duro caparazón (quizás un coleóptero pariente del escarabajo y la luciérnaga) se adhería  con sus patitas no solo a los postes de dura madera que predominaron hasta las décadas del sesenta y setenta para sostener los cables, sino además a las casas del mismo material. La naturaleza del bichito lo mandaba a perforar la madera  para alimentarse y hacer unos orificios que usaba como escondrijo.

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Los chiquillos pobres de entonces que se procuraban modestos motivos y objetos de diversión, subían buen trecho de los postes para agarrar al ‘tarantantán’ y amarrarlo en la división que unía su cabeza con el resto del cuerpo, un pedazo de hilo que servía para sostenerlo mientras el insecto en su afán de regresar al escondite volaba y daba permanentes vueltas. El color y la rapidez del batir de las alas del ‘tarantantán’ resultaban entretenidos para ellos.

Hubo chicos previsivos  que guardaban en cajitas de fósforos más de dos insectos para compartirlos con sus compañeros o usarlos en un nuevo día. Tampoco faltaron los precoces ‘comerciantes’ que tras una buena cacería se dedicaban a ofrecerlos por un medio o un real a quienes carecían de habilidad para trepar,  en pos del popular tarantantán,  ahora casi desparecido en la ciudad porque las construcciones de cemento lo alejaron o hicieron desaparecer sin que cumpla su tradicional visita.