Al ver el tan esperado El código Da Vinci, basado en el popularísimo best seller de Dan Brown, uno debería comprender que se trata de un sugestivo pasatiempo, entretenido y eficaz al servicio de una tesis bastante cuestionable. Pura y mera ficción, al perfecto estilo de Hollywood. La trama, ambientada en unos escenarios apoteósicos de París y Londres, gira en torno a Robert Langdon (Tom Hanks), profesor de simbología religiosa, y la criptóloga Sophie Neveu (Audrey Tautou), y los esfuerzos de ambos por esclarecer el asesinato, en pleno Museo del Louvre, de su curador, abuelo de la protagonista. La indagación lleva al descubrimiento de una milenaria conspiración de la Iglesia Católica, especialmente por parte del Opus Dei, de ocultar el hecho de que María Magdalena era en realidad uno de los apóstoles y, sobre todo, la esposa de Jesucristo con quien procreó una hija, ancestro de todo un linaje de genios y celebridades, como el propio Leonardo Da Vinci e Isaac Newton, ni más ni menos. Ella se supone que es la personificación simbólica del Santo Grial, en cuanto preservadora de la sangre de Cristo. Así, este secreto desplegado alrededor de la obra de Da Vinci podría cuestionar los cimientos del cristianismo y el poder de la Iglesia.

Al margen del hallazgo de que las pruebas de esa tesis fueron una fabricación de un francés fraudulento llamado Pierre Plantard, la película, prolija y cuidada, pudo haber sido un interesante thriller de intriga internacional. Pero Ron Howard es un cineasta de mediano talento que en su mayoría no logra convencer. En este caso, es totalmente fiel al material original (que es casi el borrador de un argumento cinematográfico), pero eso no ayuda para que la trama, las situaciones y los personajes sean creíbles, hipnoticen, aterren y emocionen al espectador, como lo hace con gran eficacia el libro. La cinta se resuelve toda en diálogos explicativos entre Robert y Sophie, quienes descifran enigmas, acertijos y anagramas en un abrir y cerrar de ojos. Como si la exposición verbal no fuera suficiente, Howard ilustra las discusiones, interrogantes y recuerdos del pasado con flashbacks deslavados y granosos, que también sirven para explicar las improbables huidas de los personajes o la reconstrucción de los rituales de los templarios y de las atrocidades que ha cometido la Iglesia ante cualquier tipo de disidencia, pero sin ninguna fuerza dramática.

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A la incredulidad que provoca El código Da Vinci y sus dos horas y media de duración, contribuyen elementos como un villano en la forma de un monje loco y albino (Paul Bettany, maquillado en modo lúgubre y siniestro) que, en emulación de los emisarios del anticristo en el cine, resulta ser omnipresente; o policías ineptos que siempre llegan con varios minutos de retraso al sitio del crimen. Howard no ha logrado tampoco dirigir con acierto un elenco de probada competencia. Por ejemplo, un actor tan bueno y laborioso como Hanks ofrece una permanente sensación de despiste o de desgana y, lo que es peor, muchas veces parece contagiarse del tono apagado y monocorde del que jamás escapa la pétrea Audrey Tautou.

Sin embargo, entendámonos: El código Da Vinci no invita a que salgas forzosamente de estampida a la media hora, ni es un producto ridículo o malo. Simplemente se limita a ilustrar sin magnetismo, poderío ni convicción, con un tono grandilocuente y que acaba pareciéndote rutinario, un éxito literario que se supone va a mantener su inagotable filón de oro al traspasarlo al cine. Y, a juzgar por las enormes filas de curiosos para entrar a las múltiples salas de todo el mundo, quizás lo consiga. El enfrentamiento entre los sectores más conservadores del cristianismo contemporáneo y los responsables creativos y comerciales del filme no ha hecho más que aumentar las expectativas. En todo caso, la Iglesia Católica no tiene de qué preocuparse. Sus dogmas están a salvo si las revelaciones contrarias van a venir en un envoltorio tan poco serio y fiable como El código Da Vinci. Más daño le hacen los recurrentes escándalos financieros o de curas pederastas que cualquier teoría engañosa sobre María Magdalena y su hipotético papel como nuera de Dios.