La destrucción material fue total en el centro de Hiroshima y la ciudad se convirtió en un arma letal para sus habitantes: fragmentos desgajados de madera, ladrillos, tejas y cristal se convirtieron en mortales proyectiles. Todos los edificios situados dentro de los 13 kilómetros del epicentro de la explosión quedaron destruidos. La mayoría de las casas desaparecieron.

Las pérdidas humanas y las posteriores consecuencias para la salud de los que sobrevivieron fueron nefastas. Miles de personas que en el momento de la explosión se encontraban en el centro de Hiroshima, fueron simplemente reducidas a cenizas. Las que estaban dentro de un radio de 4 kilómetros del epicentro, resultaron con importantes quemaduras. Quienes intentaron escapar hacia los ríos y parques, terminaron envueltos en un viento de fuego o ahogados por las inmensas olas, también consecuencia de ese vendaval de fuego. Los que lograron sobrevivir más adelante mostraron las consecuencias de la radiación. Se estima que al menos 200 mil personas murieron ese día y que aproximadamente 80 mil resultaron heridas. Quienes sobrevivieron comenzaron a ser llamados “hibakusha” y llevaron una vida signada por el dolor y el sufrimiento debido a los problemas hepáticos, endémicos, lesiones oculares, en los aparatos genitales, las quemaduras, las llagas… Más adelante, muchos padecieron de enfermedades terminales, como Sadako Sasaki, una niña que en 1945 tenía dos años y que diez años después enfermó de leucemia. La niña quiso seguir la leyenda japonesa que dice que quien haga un millar de grullas de papel será premiado con un deseo, pero antes de que se cumpliera un año, murió. Fueron sus  compañeros quienes completaron su deseo y luego colocaron una estatua en su honor, con una placa: “Este es nuestro llanto, esta es nuestra plegaria: paz en el mundo”.