¿Creyó que olvidaría su cumpleaños? Como de costumbre detuve mi auto frente a la puerta del camposanto. Allí se encuentra Blanca con su negocio de flores. Deseaba comprar una docena de rosas, mas no me quiso cobrar.
Como tiene  problemas de salud, la seguiré de cerca, se lo prometo.

No había una sola flor en su lápida, María Rosa, mientras las demás parecían jardines. Es que recién festejamos a las madres. Usted tendría ahora 80 años. Murió a los 65 el 15 de mayo de 1990. Éramos vecinos, usted en su rincón de Ecuavisa, yo justo al lado. Nos unió un afecto que ni la vida ni la muerte podrían perturbar. No le queda familiar alguno en esta tierra. Encontraba cada año una rosa roja en su tumba: a lo mejor murió también su amiga de la flor escarlata.

Pensará que estoy loco por eso de hablar en voz alta frente a su nicho sellado, pero no había nadie. Estábamos solos, tú y yo. Discúlpame si me sonrojo... todavía no me acostumbro a tutearte ni sé por qué lo hago. A lo mejor, la muerte acorta la distancia. Vosear a esta altura me parece estirado. Además, tú empezaste. “¡Hola Bernard!... Me alegro que te haya salido bien lo del corazón!” No sé cómo se enteró usted, cómo lo supiste...

Estoy extrañando tu sonrisa de bondad buena (lo digo dos veces porque es rico). Conozco la bondad de muchísima gente a la que amo y respeto, luego aquella mezcla tuya de cortesía, de ternura, esa manera de sonreír con los ojos húmedos, de descontrolarte cada vez que te vi llorar.
Cuando hablabas de Aldo, tu marido, no sabías controlarte.
Nunca saliste de la primavera. Aun cuando tu rostro arrugado como las manzanas del otoño expresaba un envejecimiento físico prematuro, subsistía aquella luz que me tenía enamorado. No creo mucho en los años, María Rosa. La gente malvada, amargada, envejece más rápido.
Eras un cascabel, allí con tu cafecito, tus besos volados, tu guiño de ojo pícaro, criatura, corazón mío.

Creo que en el cementerio me salieron unas lágrimas. Será por eso de hablar solo, como si estuviera medio tocadito.
Pero allí también empezaste tú; salían de tus ojos aquellas gotas de ternura, entonces no logré controlarme. En varias oportunidades compartimos penas, duelos. Al final ya no jalabas... no te daban las piernas. Te agachabas, dizque para agarrar una olla debajo del mesón,  desde mi piano te pescaba sobándote el costado. De sopetón reaparecías con una magia de sol a sol, como si nada. Luego me mostraste la peluca que compraste por eso de la quimioterapia, con aquella coquetería que nunca se dejó vencer, alma mía, sonrisa de hada extraviada en medio de objetos familiares, dulces, pan de pascua, gentileza al granel.

No esperaré tu aniversario para visitarte de nuevo. Lo hago por capricho, de repente. Siempre me estás esperando, nunca pude sorprenderte. Tuviste la bondad de no irte del todo. En ti quedó la vida que yo amé, mucho más allá de la muerte.