El melodrama no es un género muy frecuentado actualmente en Hollywood. Y mucho menos un melodrama que se inclina decididamente, a medida que avanza el relato, hacia la tragedia. Por eso sorprende un filme de las características de Casa de arena y niebla, a ratos excelente, a ratos corriente, pero cuyo interés rebasa lo anecdótico. La ópera prima del cineasta de origen ruso Vadim Perelman (proveniente del mundo publicitario, pero que demuestra un sorprendente control de un tempo narrativo que nada tiene que ver con el electrizante ritmo del spot publicitario y sí mucho de un aire entre contemplativo y cuidadoso en el tratamiento del paisaje), contemplada desde un plano teórico, despierta ciertas dudas sobre las raíces novelescas del género para atribuirle un carácter trágico. De ahí que Casa de arena y niebla sea mucho más negra y perversa de lo que su tono solemne y forzadamente melancólico sugiere. El melodrama fílmico, tan conocido, recibe gracias a Casa de arena y niebla una luz lateral –modesta, pero rigurosa– que ilumina de forma diferente los rincones más recónditos de un género huérfano hoy de grandes autores.

La cinta nos expone el enfrentamiento entre Kathy Lazaro (Jennifer Connelly) –una joven disfuncional, alcohólica y sumida en una profunda depresión tras haber sido abandonada por su marido– y Massoud Amir Behrani (Ben Kingsley) –un emigrante iraní, ex coronel de la fuerza aérea de su país en tiempos del Sha– por la posesión de una casa, el hogar familiar de Kathy, que le ha sido embargada, puesta en pública subasta y comprada por Behrani con los ahorros de toda su vida. Ante la desdicha, Kathy solamente encontrará refugio emocional en un oficial de policía local, Léster, quien abandona a su mujer y a sus hijos por ella; por su parte, Behrani disfruta del apoyo de su familia, formada por su esposa Nadi y su hijo Esmail, a los que desea ofrecer la nueva y buena vida que, según el hosco ex militar, se merecen. Y qué mejor manera de empezar que construyendo un nuevo hogar.

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El mismo argumento de la entrega destruye dos de los clichés más trillados del melodrama como género: el romance, la lucha de clases y los contrastes de orden moral. El amor y sus lances como ejes principales del relato quedan excluidos. Aunque existan dos parejas claramente diferenciadas, sus relaciones sentimentales no forman parte del conflicto central del relato, sino que tan solo interesan para definir a los dos personajes en el ruedo, Kathy y Behrani. Tampoco se produce duelo alguno entre el desmesuradamente rico y el desesperadamente pobre, a pesar de que Kathy pertenezca a esa clase de norteamericanos de tez blanca con un presente nefasto y un futuro incierto, y que Behrani pueda considerarse un inmigrante, cuya integración está fuera de toda duda aun conservando con orgullo sus raíces. Las diferencias entre el infinitamente desgraciado y el enormemente dichoso apenas existen: ambos personajes viven inmersos en una perpetua amargura y frustración, a pesar de los esporádicos momentos de felicidad vividos por Kathy junto con Léster y la paz que, en apariencia, preside la existencia de los Behrani.

La casa del título es, pues, la materialización de dos deseos enfrentados. Para la joven, se trata de no perder lo único de valor que le legó su padre; para el irano-americano, de restituir a su familia algo de su perdido tren de vida. Y todos terminarán pagando un altísimo precio por el enfrentamiento. Perelman conduce todo este difícil conflicto, hilvanado con un guión estimulante, con mano segura. En ocasiones se recrea en exceso en la captación del paisaje, un recreo que bordea el manierismo y aporta poco al desarrollo del drama.

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Pero en general, sale bien parado en su debut, apuntalado por el portentoso trío protagonista, dos de cuyos miembros, Kingsley y Shohreh Aghdashloo, fueron nominados por sus trabajos al Oscar.