Lo habían encontrado en el solar 18, manzana L-10 de Sauces 9. Allí donde la ciudad se va poblando a partir de los márgenes, desde nada.

Y la noticia de una muerte tan anónima vino en la prensa sensacionalista, con un titular de aquellos que usan la paradoja para vender la crónica roja: ‘¡Era famoso pero murió en la indigencia!’, y el cuerpo arrojado en el suelo, donde vivió el último tiempo protegiéndose con cartones y latas (dice la noticia). Paradoja de Bruno Pino, el más viejo de los teatreros de la calle, el titiritero de la calle. Ninguna página cultural recogió la noticia de su muerte.

Paradoja del país en el que se confunde la miseria con el ingenio, para construirse cobijos con desechos de la sociedad de consumo.

Si alguien lo vio morir, podrá decir que lo hizo en el escenario mismo de sus poemas, del malabarismo de sus títeres. En el escenario donde construyó su mensaje: al aire libre.

Yo lo recuerdo de hace años. Y de hace pocos. Siempre pasó de algún modo por donde el resto pasábamos. Estaba comunicándose en verso en una plaza, en un parque, en un camino. O simplemente dialogando a través de la voz torturada de algún títere que agonizaba entre sus manos.

Podríamos preguntarnos si la culpa de todo la tuvo él. La culpa de su vida. O la tenemos todos en un país que hace honor a las viejas teorías materialistas: la cultura es superestructura. Nada más que eso. Lo que está de más, lo que está después, lo que no importa. La poesía es “superestructura”, por tanto, viene cuando ya todo sobra.
Viene por añadidura, y si no viene, no ha pasado nada.
Con la poesía no se come, y tampoco se acumula. La corrupción ocurre a nivel de las palabras y no puede ocultarse, no enriquece, empobrece a quienes la usan para cantar falacias y elogios, o para satisfacer vanidades.

Bruno asumió en forma radical esa suerte. Ese exilio.

Alguna vez buscó a la prensa, no por necesidades suyas, sino para crearse alguna coartada frente al poder, para contar con una cierta voz detrás suyo. Alguna vez, tal vez, la prensa lo buscó, porque era difícil no darse cuenta de que existía.

Su muerte, acostado entre unas latas en el solar 18, manzana L-10 de Sauces 9, Guayaquil, nos devuelve sobre lo que construimos como país, como ciudad, como sociedad. El modo con que sobreviven los exilios interiores, los que conoció y sobrellevó Bruno Pino.

¿O acaso existe algún hecho público que se establezca en los ámbitos de la cultura?

Aquello está ajeno de los presupuestos, de los tratados de libre comercio, de las disputas políticas, de las macroarrogancias, de las políticas de fronteras y de los noticiarios de televisión.

La cultura existe únicamente en los aniversarios de las ciudades y las “efemérides” de una patria que no ha ganado ninguna independencia profunda.

A pesar de los manuales de urbanidad que definen la cultura, a pesar de los poderes que “consagran” la cultura, Bruno Pino era cultura. Paseaba el espectro de nuestra cultura por las calles.

El espectro, no el disfraz.