Los debates televisados de los candidatos a la Presidencia de Estados Unidos están jugando un papel crucial en estas elecciones. Gracias a ellos, John Kerry ha podido salvar la distancia que lo separaba de George Bush en todas las encuestas.
En la situación actual (empate técnico), el debate de mañana parece decisivo. Por primera vez, según sostiene la mayoría de especialistas en la observación de procesos electorales en ese país, un creciente número de electores indecisos está siguiendo los debates para decidir su voto. 

A cinco días de nuestras propias y provinciales elecciones, esa cultura del debate que ha llegado a instaurarse a través de una auténtica tradición televisiva nos puede parecer francamente envidiable. Admiramos sus reglas claras, su extensión, su intensidad y su altura. Sin embargo, vale preguntarse qué tipo de información están proveyendo estos debates a los electores estadounidenses que buscan en ellos una razón para votar.

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¿Ideas? ¿Programas? Los factores desequilibrantes de un debate, según los analistas, no están ahí, sino en lo que llaman la “venta del carácter”. Los candidatos exponen cada tema con la simplicidad con que lo harían ante un auditorio formado por niños de 10 años, y repiten hasta el cansancio un puñado de ideas elementales. No venden ideas, venden personalidades. Así, un detalle aparentemente secundario como que se permita a los candidatos moverse por el escenario o se les obligue a permanecer detrás de sus podios, puede marcar la diferencia y resultar más determinante para el resultado que las ideas y planes de gobierno que expusieron.

Según un candidato sea más o menos televisivo, el público-pueblo estadounidense decide si se trata o no de la persona adecuada para ser el jefe del ejército más grande del mundo y dirigir una guerra contra el terrorismo a escala global. Podemos estar preparados para cualquier cosa.

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