Paul Bar, José María Roura Oxandaberro, Han Michaelson, Lloyd Wulf y Jan Schreuder fueron artistas extranjeros que aportaron al arte ecuatoriano.
Los extranjeros siempre aportan un aire refrescante cuando se insertan en una cultura. Así, en las artes ecuatorianas no se puede dejar de lado la influencia de personajes que llegaron a comienzos del siglo XX como Paul Bar y José María Roura Oxandaberro; y la corriente renovadora que trajeron Han Michaelson, Lloyd Wulf y Jan Schreuder, 30 años más tarde.
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Además de su obra, un canto a la belleza fotogénica del Ecuador y que está representada en la muestra “Umbrales” del Museo de Antropología y Arte Contemporáneo, MAAC, en Guayaquil, la importancia de ellos radica en que no se quedaron en el embelesamiento que les despertaron los paisajes, los rostros, y los aún incipientes entornos urbanos de Ecuador, sino que se vincularon activamente al desarrollo de la pintura, mediante la enseñanza.
Así, José María Roura Oxandaberro, un catalán de pipa mas no de boina, llegó en 1910, a los 22 años. Adoraba a Guayaquil, donde residió la mayor parte del tiempo que se estuvo quieto, porque era un pata caliente reconocido que murió sin cumplir su sueño: tener un barco para llevar a su familia a dar la vuelta al mundo. Murió en Guayaquil en 1947.
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Precisamente esa numerosa familia fue su ancla. Se casó con Judith Cevallos, una jovencita quiteña de 17 años, con quien engendró cuatro hijos varones y una Judith que siguió, como él, el camino de la pintura y aún vive para contar la historia.
Resulta que después de varios agotadores años de vivir de aquí para allá por Centroamérica, en Galápagos –porque puerto al que llegaba, puerto en el que se asentaba– y cuando los hijos iban sumando, su esposa Judith decidió con empeño férreo afincarse en Quito. Él, con terquedad, regresó luego a Guayaquil con sus hijos José María y Judith.
La correría ya la había iniciado al otro lado del Atlántico, cuando, después de cumplir con los preceptos familiares de estudiar una carrera útil (se graduó en Química y Farmacia en Barcelona), decidió trasladarse a París donde fue contratado por la galería alemana Casa de las Artes para plasmar en sus plumillas, óleos y acuarelas, la exuberancia africana. Pero lo tentó el Nuevo Mundo y en 1908 viajó a Venezuela donde realizó una serie de grabados de la casa del Libertador y luego de su lecho de amor con Manuelita Sáenz en la Quinta Bolívar, en Bogotá.
Cuando llegó a Guayaquil aún trabajaba para la Casa de las Artes y se dedicó a copiar, con la mirada asombrada del extranjero, cuanto veía en su recorrido por esos pueblitos montubios, simples y cotidianos. Asombro que luego trasladaría a la Amazonia y más tarde, en 1932, a Galápagos, que inspiró su hermosa serie Las Islas Encantadas.
Cuenta Rodolfo Pérez Pimentel, en su Diccionario Biográfico Ecuatoriano, que “por esos años las faldas habían subido de los tobillos a las rodillas poniendo al descubierto las hermosas piernas de las mujeres y era lo más chic usar medias blancas de seda que Roura adornaba con mariposas amarillas o con frutas de todos los colores, para los cocktails dominicales del salón Fortich o los paseos al aristocrático Jockey Club”.
“Roura cantó a Guayaquil, al manglar, a la selva, a las iglesias de Quito e inunda el mercado con sus impresiones, por eso muchos tienen un Roura en su casa”, señala el crítico de arte Iván Cruz.
De sus enseñanzas en la academia de arte Rita Lecumberri surgió mucha pintura sobre el tema urbano tanto del Guayaquil que él llamó “Romántico”, como del Quito Colonial. Entre sus alumnos figuran Eduardo Solá Franco y Germania Paz y Miño de Breihl, la única mujer que por esos tiempos se dedicaba a la escultura profesional en el país.
El otro extranjero que acompañó a Roura en Ecuador a principios del siglo pasado fue el francés Paul Bar.
Se dice que la transformación más profunda de la Escuela de Bellas Artes de Quito, tuvo lugar en 1915 cuando se lo contrató como maestro e inculcó en los jóvenes artistas la fascinación por las formas vivas con las que el impresionismo europeo había irrumpido en el sombrío panorama del retrato realista. Con Bar se supera para siempre la rutina pedagógica y los estudiantes salen al aire, libres...
A pesar de que Bar desapareció muy pronto del panorama artístico ecuatoriano, Cruz lo califica como el “gran precursor de la corriente modernista”.
Al respecto dice la enciclopedia Salvat de Arte Ecuatoriano: “fue un auténtico suscitador de nuevas ideas. Su amplia cultura y el conocimiento de la realidad que vivía el arte de la época le convirtieron en el centro obligado para el análisis de los nuevos conceptos... Al iniciar a sus alumnos en la pintura al aire libre, Bar, fiel a su tendencia neoimpresionista, les inculca la idea de que se debe fijar lo fugitivo, esa luz ondulante y casi inadvertida que decora el paisaje y lo cambia en una ininterrumpida sinfonía de colores y formas”.
Su más destacado pupilo fue el ambateño Pedro León, de quien se dice que fue el primer impresionista totalmente formado que hubo en Ecuador y quien más tarde sería el promotor de la Sociedad de Artistas de Quito, que tuvo su plenitud en los 1930. También fue maestro de Camilo Egas, quien, luego de estudiar pintura en Roma, fue su alumno.
Fue gran amigo y colega de Leonardo Tejada, a quien le superaba con más de una decena de años.