¿Es posible imaginarse a un inspector del trabajo como autor de centenares de caricaturas políticas implacables contra el liberalismo aburguesado y el conservadurismo renaciente y ampuloso? Ese fue el dibujante Guillermo Latorre, al que se le conoció simplemente como el Loco Latorre y que debió “defenderse” en la vida tras el escritorio de un empleo burocrático.

“Pocos como él han impreso a su obra un carácter personal y han empleado más diabólicamente sus facultades para cultivar un género por demás difícil y complicado: la caricatura. Y, más que todo, para acometer valientemente su renovación”, escribe Hugo Alemán en Presencia del pasado.

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Latorre nació en Quito en 1896. El origen de su estilo -reconocible a primera vista por la elocuencia mordaz y la riqueza iconográfica del trazado-, quizás fue una extraña dificultad de infancia evocada por Hugo Alemán: no daba pie con bola en el dibujo de la línea recta o la oblicua. De allí la maestría que cultivó en los trazos de curvas y circunferencias, útiles para caricaturizar la arrogancia, la ambición y los excesos y la retórica de los funcionarios del poder que Latorre combatió.

Nada mejor que el círculo y la curvatura para exagerar los vicios materiales y espirituales de los poderosos. Naturalmente que las ofensas de Latorre provocarían la ira de sus enemigos, a los que burló con las armas de la misma ironía.

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Cuenta Hugo Alemán el siguiente episodio:

“Cierta vez, apenas entrada la noche, unos robustos chagras esperaban la salida de Latorre del domicilio que erróneamente los juzgaban suyo. Aquella habitación era, en verdad, la de uno de los redactores de ‘Caricatura’... Al salir en dirección a su casa, aquellos individuos le interceptaron el paso para preguntarle:

-¿Es usted el señor Guillermo Latorre?

Ante tan sospechosa como intempestiva interrogación, y frente al aspecto magro y a la actitud poco afable de esos desconocidos, Latorre les contestó negativamente. Fue de inmediato en busca de algunos compañeros y, respaldado ya suficientemente, regresó hasta donde se encontraban los presuntos agresores y les dijo:

-Hace un rato, yo no era yo. Ahora sí, soy yo mismo. El señor Latorre. ¡En qué puedo servirles?

Dedicado por entero a la caricatura, integró con Carlos Andrade Kanela, Enrique Terán, Efraín Diez, Jorge Diez, Galo Galecio, Alberto Coloma y Nicolás Delgado, la redacción de Caricatura. Y formó parte de la revista Hélice que marcaría la tendencia de la vanguardia en Quito, junto al pintor Camilo Egas y a escritores como Raúl Andrade, Gonzalo Escudero y Jorge Carrera Andrade.

Pronto desapareció Latorre. Ya en 1944, Raúl Andrade hablaba en una de sus Viñetas del Mentidero, de aquel adelantado del humorismo “hoy secretamente dormido”.

¿Abandonó la caricatura por la ingratitud con la que el dibujo le pagaba? ¿Le derrotaron las penalidades y vergüenzas de nuestra historia política de que las que buscó defenderse con la ironía?

Hugo Alemán cierra su perfil sobre Latorre en los años ochenta, con expresiones ambiguas:

“Latorre deja ahora correr el tiempo –dentro de ligeros paréntesis que puede dedicar a la obra de su predilección espiritual– en la asfixiante vulgaridad de una oficina. No ha querido ceder todo el terreno a la contradicción... No se ha resignado al sacrificio total de su blasón de artista... ¡El arte! Preterido sí, por una errónea sentencia del destino, pero jamás desterrado de su espíritu bárbaramente contradicho”.

Este renovador de la caricatura murió finalmente en 1986. Nadie ha recogido su obra gráfica. Ha reaparecido en estos días como uno de los elementos claves para entender el discurso de Umbrales, este conmovedor recorrido por el arte ecuatoriano que actualmente nos propone el Museo de Antropología y Arte Contemporáneo (MAAC).