Cuando era niño, conocí a una señora bastante mayor que hablaba al teléfono como si su voz tuviera que vencer la distancia que la separaba de su interlocutor, como si necesitara hacer esfuerzos para que el mensaje le fuera claro e inteligible.
Decía lo mínimo indispensable y gritaba sus monosílabos y frases cortas con la boca pegada al aparato, pues todavía conservaba el sentimiento de extrañeza que experimentó la primera generación del teléfono ante la nueva tecnología. Antes de las comunicaciones electrónicas, la distancia era un factor decisivo en el proceso de transmisión de mensajes. Hoy en día, casi cualquier niño sabe que, cuando se habla por teléfono (o por televisión), da lo mismo estar en China que en el cuarto de al lado.