Según se informa sin mayores detalles, el lunes de esta semana Massachusetts fue el primer estado de los Estados Unidos en legalizar el mal llamado “matrimonio” entre homosexuales. Con anterioridad, ya 38 de los 50 estados de esa nación habían aprobado una Ley de Defensa del Matrimonio (LDM), a la que uno tras otro vienen adhiriéndose desde 1995, precisamente para evitar que en sus territorios pueda darse esa legalización, ni aplicarse la que se resolviera en otros.

En los Estados Unidos la regulación del matrimonio pertenece a los distintos estados. Sin embargo sus efectos y la batalla jurídica al respecto es mucho más intrincada y compleja de lo que parece. Se desarrolla en gobiernos, cortes y legislaturas y hasta se habla de una eventual resolución de la Corte Suprema o de una enmienda a la Constitución. Es una cuestión gravísima, fundamental, que se halla en pleno debate y no solo en ese país.

Una de las disposiciones de esa LDM señala que “el término matrimonio  significa solo una unión legal entre un hombre y una mujer como marido o esposa, y el término cónyuge se refiere solamente a una persona del sexo contrario que es marido o esposa”. En estas precisiones hay sobra de razón biológica y antropológica, jurídica y social. Ni en los Estados Unidos ni en parte alguna del mundo debería usarse el término matrimonio, ni ninguno relativo a esa peculiar institución, como el adjetivo marital, por ejemplo, para referirse a la unión o relación homosexual, por estable que fuese.

Para sustentar ese aserto, permítanme valerme sencillamente de nuestro Código Civil, Libro IV, en cuanto expresa, siguiendo a Pothier, algo que emana de la recta razón y tiene consenso universal: “Son de la esencia de un contrato aquellas cosas sin las cuales, o no surte efecto alguno, o degenera en un contrato diferente”. Y objetivamente, de la esencia del matrimonio –que participa de las características de un acuerdo de voluntades, aunque sea mucho más que eso–, es la unión peculiar entre personas de sexos opuestos, masculino y femenino, por razones no libremente convencionales sino ínsitas del mismo.

En efecto, solo dos personas de sexos contrarios pero complementarios pueden, aunque no siempre de hecho lo logren, complementarse como lo exige una unión verdaderamente matrimonial, para el bien de los cónyuges, para la procreación y el bien de los hijos que pudieran tener y para la familia que constituyan, célula social primigenia, de todo lo cual depende, en múltiples sentidos, la sociedad entera y la especie humana. Estamos, pues, ante algo que desborda los meros individualismos y atañe al bien común.

Como se ve, la cuestión del matrimonio –tan venida a menos en estos tiempos de crisis histórica– no es algo con lo que se pueda jugar o manipular livianamente y a placer, aunque solo nos detengamos brevemente a considerar, con profunda racionalidad, sus aspectos biológicos y antropológicos, jurídicos y sociales, sin entrar siquiera a los más elevados y trascendentes de orden moral y espiritual.