Una encefalitis dejó al marchista en una silla de ruedas, pero se recuperó y hoy triunfa en las pistas.

Fausto Quinde se da palmaditas en el rostro y se toca el pecho para decir “mamá, te amo”. Frente a él, Luz María Vizcaíno, una mujer humilde de rostro tierno, lo mira profundamente y sonríe. Pero se emociona tanto, que sus ojos se humedecen antes de responderle con un beso.

Un beso que significa mucho. Es para su hijo mayor y también es para el hombre que, cuando niño fue parapléjico, pero que hoy es parte del equipo vicecampeón mundial de marcha en la Copa Mundo de Naumburg, Alemania. Y, que por solo 23 segundos, se privó de clasificar a Atenas.

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Su madre, la mujer que es el nexo de Fausto con el mundo porque acudió a una escuela de sordomudos para aprender el código de gestos y poder comunicarse con él, no se lamenta por la ubicación, más bien elogia el rendimiento. Está feliz y orgullosa. A cada paso que da no deja de sonreír cada vez que habla del  medallista bolivariano, sudamericano y mundial de marcha.

Para ella su hijo es un verdadero campeón, porque como un ser excepcional venció a las secuelas de una encefalitis. Se levantó de una silla de ruedas y, con el apoyo del técnico Luis Chocho, acumula las medallas que muchos seres quisieran tener en su colección.

Fausto no pudo recuperar su voz y audición, pero eso no fue obstáculo para triunfar. Algún día, cuando él tenía unos 13 años, en el Parque de la Madre apareció un hombre, Luis Chocho, quien lo ayudó a cambiar del todo su vida.

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El joven hacía caminatas solo en el Parque de la Madre. La curiosidad de ver a otros marchistas entrenando lo llevó a sentirse atraído por esa disciplina. Pero nada hubiese sido un éxito para él sin el apoyo, cariño y paciencia de su madre. Ella dialogó con el maestro y lo acompañó a cada jornada de entrenamiento.

Está tan ligado a él que confiesa que el miércoles pasado recuperó la felicidad. Ese día su hijo volvió de Europa. En su humilde hogar de Challuabamba, Cuenca, donde tienen un negocio de comida, el marchista le contó toda su experiencia en la Copa Mundo. Con señas le dijo que fue exigente, que lo afectó mucho la contractura muscular que tenía en la pierna izquierda y que los rivales lo golpearon.

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Él está algo triste. Pero ella le da fuerzas. Le dice que trabaje con la misma perseverancia que lo hizo a los 13 años, después de aquella desagradable experiencia que vivió cuando lo dejaron fuera del equipo de Olimpiadas Especiales de Ecuador. Perseverancia que lo llevó a crecer, competir y vencer a rivales que tienen los cinco sentidos.

Y, como lo conoce tanto, le asegura que llegará a los Juegos de Beijing 2008. Él la escucha atento y sonríe. Se motiva con las palabras de su madre, esa mujer abnegada que con paciencia le enseñó a caminar y lo llevó a convertirse en un campeón no solo de la marcha, sino también de la vida.

La reciprocidad de él
Fausto Quinde Vizcaíno sueña con que algún día su padre, José, esté presente cuando a él le toque competir. Es un anhelo que no se cansa de repetírselo a su madre, Luz María Vizcaíno.

Es más, cuando él tiene algún tiempo libre lo visita y le pide apoyo. Pero a don José aún no lo termina de atraer el pedido de su hijo, quien pese a que no siente el respaldo paterno dice quererlo mucho y tiene fe que algún día lo verá, junto a doña Luz, gritando su nombre en una prueba.

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Es que Fausto es un joven sencillo, humilde y también cariñoso. Cuida mucho de su mamá, con quien siempre es recíproco. Ella lo respalda en sus largas jornadas de entrenamiento y él ayuda en el local de comidas, con el que se mantiene la familia. Allí lava los platos. No le agrada atender a los clientes, porque no puede comunicarse con ellos con facilidad.