-“¿Tú fumas?”
-“No”.
-“¿Tú?”
-“Tampoco”.
-“¿Y usted?
-“No, gracias a Dios ya lo dejé”.
¡¿Es que ya nadie fuma?! Al parecer las campañas contra el cigarrillo han triunfado...

Un amigo me contaba que en Nueva York, la ciudad que nunca duerme, (que será ahora la que nunca fuma), después de las durísimas disposiciones del alcalde Michael Bloomberg, la gente ya no puede fumar en casi ningún establecimiento público (¡ni en los bares!) y cada cajetilla, por los impuestos especiales, cuesta $ 7,50.

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El mensaje, que han repetido con entusiasta discriminación en Miami, Boston y California, es algo así como: “vayan a matarse afuera, a nosotros déjennos respirar (y beber) en paz”.

Allá en la barra queda el vodka o la cerveza y en la fría (en invierno) o caliente (en verano) vereda, paraditos los fumadores. Juntos por el poder del vicio: la hermandad del cigarrillo.

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Para los no fumadores (inteligentes, se dicen ellos mismos, mientras nosotros simplemente nos encogemos de hombros sabedores de nuestra propia estupidez), esas medidas no podrían ser mejores: no hay humo mientras comen, mientras vuelan, mientras trabajan, mientras esperan. “¿Entendieron el mensaje, fumadores?: ¡No los queremos cerca! ¡Largo! ¡Al exilio!”.

Pero fumadores amigos, pongámonos la mano en el corazón (o en el pulmón): ¿Nos gusta el olor que nos queda en los dedos, la ropa, el aliento? ¿Nos parece atractivo que los dientes se nos estén poniendo amarillos día a día por mucha pasta, “especial para fumadores”, que  usemos como maniacos compulsivos? ¿Nos creemos superiores cuando al subir dos pisos por las escaleras, empezamos a respirar como si fuéramos a morirnos? ¿Nos deleita tener que pararnos junto a los cada vez más escasos ceniceros de los centros comerciales o afuera de los aeropuertos, restaurantes, oficinas? ¿Consideramos sexy el olor a “tabaco y Chanel”? No, señor.

Entonces, ¿por qué seguimos fumando? Bueno, la respuesta es según cada quien. “Me calma”, “me ayuda a la digestión”, “me hace sentir un guapo vaquero”... Pero el tema es que cada vez tenemos menos lugares en los que matarnos lentamente como dice la canción.
Antes era diferente: en el avión, el cine, los bancos, los buses, todos los restaurantes, los cuartos de hotel... Fume nomás, siga, siga.

Ahora no. Ahora hay escenas terribles de pulmones nicotinados, grises, horribles, por todos lados. Ahora el cáncer (otros más: lengua, garganta, boca) acecha duramente, ahora no quieren que fumemos, no solo por cuidar nuestra salud (razón humanitaria), sino la de ellos: los pobres fumadores pasivos.

Somos el enemigo. Sí. Claro que lo somos. Ellos ni siquiera sienten el placer de una buena pitada y el humo parásito igual se les mete a los pulmones. No hay derecho.

Una irónica anécdota cuenta que el escritor estadounidense Kurt Vonnegut está decidido a emprender una demanda en contra de las compañías tabacaleras. Según él, fumador empedernido desde hace ya varias décadas, lo siguen engañando: las cajetillas prometen insistentemente una muerte que todavía no le cumplen. Es una forma graciosa de decir: “¿Que esto me mata poco a poco?... Sí, sí. Ya sé. Deme una cajetilla, por favor”.

Pongámoslo de este modo: yo quiero fumar e igual compro cigarrillos porque soy fumadora. 

Yo veo un letrero de «No fumar» y busco un lugar en el que no esté. Pero lo cierto es que en ese lugar sin un letrero de «Gracias por no fumar,» nos encontramos toditos los políticamente incorrectos fumadores.

¿Sobre qué conversamos? Sobre el cigarrillo, la incomodidad de tener que salir y las anécdotas (una de las  mejores es la de aquella fumadora que se quedó del avión  y perdió casi

$ 600 porque en el tiempo de transbordo no alcanzaba a “pegarse un tabaquito”).

Lo dicen desde las cajetillas hasta los médicos, pasando por los amigos, los padres, los compañeros, las parejas... El mundo entero sabe que fumar es malo. Aquí no es cuestión de cantidad, ni de “todo en exceso es malo”. No. Sencillamente fumar un cigarrillo son...

¿Cuántos eran? ¿Siete minutos menos de vida? Matemáticas simples: estos rollitos de papel rellenos de químicos, tabaco, alquitrán y otras porquerías me están matando.

¿Por qué seguimos fumando aunque nos quedemos solos en las veredas, en las secciones (cada vez más escasas y pequeñas) de fumadores, en los patios, los balcones, las azoteas?...

Cada quien tiene una respuesta diferente, pero lo bueno es que con estas restricciones cada vez da más pereza, vergüenza o escrúpulos ser fumador activo entre tanto pasivo.

Debería dejarlo. ¿Y si este es el último? La cajetilla medio llena espera desafiante. Quiero dejarte cigarrillo, pero... ¡Qué débil! Prendo otro... Es casi un bolero: “Soy ese vicio de tu piel que ya no puedes desprender, soy lo prohibido, soy esa fiebre de tu ser, que te domina sin querer, soy lo prohibido” 

"Cuando leí que fumar era peligroso para mi salud, dejé de leer."
Anónimo