Entre el 8 y el 11 de febrero de 1958, Puerto Villamil estuvo en poder de los amotinados de la colonia penal.
Los penados estaban listos para la práctica de la comedia que simulaba una fuga. Gerardo Medina Estupiñán, Patecuco, dirigía el grupo y se encargó de brindarle al sargento, jefe del campamento penitenciario Alemania, dos copas de trago traído de Puerto Villamil. Los presos también se sirvieron una copa y agarraron las armas de los doce celadores. El ocaso dorado se perdía en el mar de Galápagos, el 8 de febrero de 1958, y policías y convictos se aprestaban al ensayo.
—¡Llegó el momento, esta no es una comedia, va en serio, quietos todos! –gritó Patecuco y encañonó al sargento, quien tenía fama de alcohólico.
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—Hagan lo que quieran pero no me maten –suplicó el oficial. Y empezó a llorar.
En pocos minutos, él y otros doce policías estaban amarrados pero algunos reos quisieron seguir libando. Medina, moreno de 28 años, preso por robo, se enfureció.
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—Somos libres, somos libres, ¡vamos! –ordenó.
Los convictos que no querían sumarse a la sublevación se fugaban o eran atados y encerrados junto a los policías.
El Negro Arévalo, sentenciado por asesinato y hábil cazador en la colonia penal de Isabela, se escapó con un fusil hacia las montañas. Los amotinados creyeron que los delataría o armaría un grupo de choque. Se dirigieron rápidamente al campamento de Santo Tomás pero no tuvieron resistencia.
A medianoche, el grupo estaba en el campamento Porvenir y sometió a los celadores de los detenidos. En el camino a Puerto Villamil, parte de los fugitivos, a espaldas de Patecuco, ingresó a una casa y ultrajaron a las mujeres.
La sublevación de los reos de la colonia penal de Isabela se inició con facilidad. Junto a Medina estaban al frente convictos que purgaban penas por robos, asesinatos y asaltos. Todos vieron en algún instante morir a un compañero. Otros ya habían cumplido sus penas pero no podían salir, como José Sarcos Alvear, ladrón guayaquileño sentenciado a dos años de prisión en 1955.
Los fugitivos caminaron durante la madrugada por los senderos que culebrean el suelo volcánico y alistaron el ataque al pueblo. A las 09h00 del 9 de febrero del 58, cuando el sol brillaba intenso, uno a uno fueron ubicándose en sitios estratégicos. De la docena de policías, unos jugaban ecuavolei, otros dormían.
Dos reclusos se instalaron en el canchón de los penados que actuaban como esclavos de la tropa, tres en la estación de radio de la Armada, cuatro en la casa del jefe de la colonia penal, que casualmente lo ejercía el teniente Raúl Martínez, y no un cabo como debía ser. El resto estaba cerca.
Una hora después, el poblado de cien personas y doce policías estaba dominado por reclusos con una reluciente vestimenta policial. Adultos y niños estaban indefensos como las iguanas, tortugas y otras especies de la más grande isla de Galápagos.
Jacinto Gordillo, sacerdote del pueblo y capellán de la cárcel, actuó.
—¿Qué quieren? –indagó el cura a Patecuco.
—Huir. Estamos cansados de la opresión de los chapas (policías). Que no tema la gente. De los policías, ya veremos –respondió.
Al anochecer, los cien habitantes estaban encerrados en la iglesia, el sacerdote hacía de guardián. Nadie durmió. El pueblo estaba en sitio con dos reglas para subsistir mientras llegara alguna embarcación que sacara a los amotinados al continente: ningún reo podría ingresar a la iglesia; nadie saldría del templo.
—Si algún convicto intenta acceder, será sobre mi cadáver –advirtió Gordillo.
Al mediodía del 10 de febrero, en una visita a los gendarmes dominados, el cura quedó pasmado. Estaban en la sala de enfermería, que la tenían rodeada con cuatro tanques de gasolina. Gilberto Villacís Vera, conocido como Chico de Guayaquil y recluido por robo, estaba al frente del pelotón.
—Firmes. Maaarchar en su propio terreno, un dos, un dos... Alto, 20 flexiones de pecho... Así se cuida, inútiles –vociferaba.
En el Ecuador continental, todos ignoraban esa realidad. El presidente Camilo Ponce Enríquez alistaba un viaje al Oriente mientras el gobernador del Guayas, Enrique Valenzuela, viajaba a Daule a presidir las fiestas. Los guayaquileños se divertían en los cines con la película El farol de la ventana, con la sensual Mary Esquivel, o bailaban con la famosa orquesta Tropical Boys, a un costo de 4 sucres.
La pasión por poseer a las mujeres hizo que, esa tarde, un grupo de amotinados tratara de derrocar el liderazgo de Patecuco, el único que no se vistió de gendarme. Al verlo recostado y con los ojos cerrados, Germán Rodríguez Espinoza, Perra Negra, le colocó el revólver en la sien.
—A mí no me jodas –afirmó el jefe, y de un salto sacó un arma. Su contrincante se retiró.
Las siluetas de dos embarcaciones fueron como un consuelo en el infierno de los pobladores. Al arribar al muelle, la tripulación de los pesqueros Ecuador y Teresita quedó rodeada de los armados y aceptó alistar el zarpe.
En la tarde, mientras los reos vaciaban de víveres la tienda del comerciante César Cisneros, El Maquinista, reo manabita, inutilizó la planta de luz. Patecuco se enfureció y se armó una balacera que terminó con la huida del primero, pero el líder quedó con una herida de bala en la pantorrilla.
—He cumplido mi palabra, quedan sanos y salvos, al igual que los policías –mencionó Medina y estrechó las manos del sacerdote, al despedirse.
En los dos botes ingresaron 21 convictos. Pobladores y policías suspiraron pero unos cuantos lloraban. Eran los parientes de los marineros Arnaldo y Rafael Tupiza, Nelson Gil y Francisco Jaramillo, obligados a guiar las naves.
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