El escritor guatemalteco murió el pasado 7 de febrero, a los 81 años. Sus amigos y su esposa, la escritora Bárbara Jacobs, lo llamaban Tito.
Los clichés no eran santos de la devoción de Tito, sobre todo si se basaban en el ingenio de sus obras. Nos había llamado unas semanas antes de su cumpleaños, “para hablar”, y como no estábamos dejó uno de sus siempre graciosos y gentiles recados en el contestador. (Con el correo electrónico sus mensajes eran aún más lacónicos). No lo llamé inmediatamente, porque como su dinosaurio, pensé en que siempre estaría allí.
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Ahora me duele el alma, y es difícil sacar palabras de las lágrimas. Pero hay que ser fiel a sus deseos, y pensar en lo que él venía expresando por lo menos desde 1992: “¡Qué bonito es ser feliz!”. Me doy cuenta de que era así porque Bárbara siempre estaba a su lado, y porque su bondad y generosidad (sobre todo con los jóvenes) nunca hubieran permitido otra cosa.
Totalmente seguro con su literatura, su sana modestia ocasionó que fuera universalmente admirado y querido, lo cual no es la norma para su generación y las que la siguen. Tito estaba feliz, y no solo porque en los noventa autores tan diferentes como Enrique Vila-Matas y Mario Vargas Llosa habían expresado su admiración por escrito, sino porque seguía escribiendo con renovada energía.
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El hecho es que nadie vio mejor que Tito los límites del cuento, y lo que siempre le atrajo de ese género fue exactamente que pudo ver sus confines. Por eso nunca acató leyes genéricas, y ya desde Obras completas (y otros cuentos) (1959) se nota su genial desobediencia respecto a las reglas de las formas literarias.
Pero el adelantado Tito no conceptualizó esas posibilidades mestizas como un juego. En vez de enardecer sus pasiones y terminar autoparodiándose, el exigente artista (“yo no escribo, corrijo”, dijo en alguna ocasión) en él las disciplinó como un deseo que impregna toda su obra, y las convirtió en algo exacto.
Cuidadoso como todo sabio (el calificativo es de su/nuestra adorada Bárbara) vio la vida literaria de manera similar, añadiéndole amor y pasión, como se nota en La letra e (1987). Allí su sentido de la justicia humana y poética se encargan de lo que, unos años después, Umberto Eco llamaría “sobreinterpretación”. Pero ya se había manifestado respecto a los excesos del mundo literario (en pensamiento y obra) en su fábula El zorro es más sabio, y ese género (naturalmente renovado y tergiversado por él en su segundo libro) aumentó la apreciación del público.
El primero de sus públicos fueron siempre los escritores, y al cumplirse veinte años de la publicación de La oveja negra y demás fábulas manifestaron su aprecio Galeano, Roa Bastos y Donoso (este lo reiteraba tanto como Bryce Echenique, respecto a vida y obra). Ya lo habían hecho en su publicación original Fuentes y García Márquez, e Isaac Asimov para la versión inglesa de esas fábulas.
En todos sus libros tenemos la creación convincente de mundos posibles, como la expresión de un pensamiento plural y pluralista; y rige en esos mundos la noción de una armonía y justicia universales. Para mí uno de sus mejores libros es Lo demás es silencio (La vida y la obra de Eduardo Torres) (1978), por inexplorado, alusivo, polifónico, “apócrifo real”, y por ser, como dice César Aira, “su libro más unitario”. Es biografía, testimonio, parodia y sátira, pero con una filosofía literaria inagotable. Su “Eduardo Torres”, diferente del Monsieur Teste de Valery, no ha “matado a su marioneta”.
Tito estaba feliz porque la recepción de su libro más reciente, Pájaros de Hispanoamérica, estaba y está gozando de una excelente y merecida recepción, sobre todo en España, país que quiso sobre todos y donde en verdad comenzó la gran difusión de su obra, y donde se le hizo (en el ICI de Madrid) el primero de varios homenajes. Estaba feliz porque Quimera había optado por dedicarle un dossier, y nos mandó un inédito que David Roas y sus colegas nos permitirán leer muy pronto.
Estaba feliz porque nunca se repitió, y en los noventa y ya en este siglo la crítica sobre su obra aumentaba casi semanalmente. Pero estoy más seguro de que su felicidad se debía a la humanidad cotidiana a la que tanto contribuyó, y
termino con una anécdota que la puede ilustrar, y que nunca olvidé, aunque no la he puesto por escrito hasta ahora.
Conocí a Tito hace poco más de un cuarto de siglo, cuando comenzaba a hacer la tesis doctoral que se convertiría en el primer libro sobre su obra. Durante mi primera visita a su casa me atendieron él y Bárbara. Una señora que trabajaba para ellos entraba y salía como si tuviera que hacer algo urgente. En un momento dado Tito se me acercó y me dijo: “Está usted en su casa, aquí tiene mis archivos, la biblioteca, anote lo que usted desee, hay un negocio de fotocopias a la vuelta de la casa. Ya vuelvo”. Fueron horas, no sabía qué hacer. Era un “momento-Tito”. Salí a almorzar y regresé a leer.
Cuando Tito volvió me preguntó si todo estaba bien. En una visita posterior me enteré de que se había pasado todo el día con su empleada y el hijito de ella, en una clínica, para asegurarse de que les atendieran bien. Mi entendimiento de sus cuentos se enriqueció enormemente. Su cariño fue constante, conmigo y con todo el mundo. Entiendo por qué Tito siempre fue y será feliz.
EL DINOSAURIO
El escritor Augusto Monterroso es autor del que se considera el cuento más corto de la literatura, El dinosaurio, que tiene solamente siete palabras: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”.
Miguel Donoso Pareja, autor ecuatoriano, coordinador de talleres literarios, realiza un ejercicio con los aspirantes a escritores, que consiste en efectuar una creación a partir de ese texto. Explica que lo hace por dos razones: porque en esa oración hay una historia completa, con planteamiento, nudo y desenlace, y porque fue gracias a Monterroso que comenzó a coordinar un taller literario en México.
“... estaba mareado, tenía náuseas. Se retiró hacia un sofá y se tiró sobre él con pesadez. Contempló a su madre y se vio a sí mismo. Estuvo así mucho tiempo, hasta que se quedó dormido. Y cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí. Los gritos y frases de sus hermanos lo confundían más...”.
María Elena Junco
Tallerista
“... la pesadilla se perdió en el agujero del miedo, pero cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí, había detenido el abaniqueo y, tranquilo sobre su flanco, soñaba con el joven pastor que con la cola espantaba sus celos...”.
Juan Carlos Cucalón
Tallerista
“... Me siento obsesiva como el personaje del cuento de Monterroso, que dice que cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí. Yo experimento esa misma fijación. Dormida o despierta, mi primer y último pensamiento están vinculados a ti...”.
Lola Márquez
Tallerista
“... cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí. Había llegado a las siete, venía de estar con la jovencita, de soportar sus chiquilladas...”.
César Eduardo Galarza
Tallerista