María Eugenia Pin, de 75 años; Vilma Duarte, de 26, y Luis Humberto Pérez, de 12, quienes comparten las mismas vicisitudes de abordar un bus de servicio urbano, se oponen al incremento porque no se justifica.

Pin, quien hace esfuerzos por caminar, perdió las esperanzas de visitar a sus parientes en los acostumbrados recorridos y trasbordos por la ciudad. Los colectivos no se detienen para recogerla y los conductores le exigen una tarifa completa a cambio del servicio.

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Hace diez años descubrió que no tenía la suficiente agilidad para subir con rapidez y agarrarse de los pasamanos para evitar caer y así colaborar con el tiempo que se imponen las unidades para cumplir con las frecuencias.

Duarte, pasajera de la línea 8, no se acostumbra a viajar con la velocidad que se imprime en una carretera y competir para llegar más temprano a su destino.

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Reniega por la incomodidad de los asientos, pintarrajeados con signos inentendibles y ofensas, por ventanas sin vidrios y por techos con agujeros, que permiten el ingreso del agua cada vez que llega el invierno.

También se muestra inconforme por la inseguridad. Ha sido testigo de una docena de asaltos que han puesto en peligro su vida.

Pérez recién comienza a vivir las molestias de la transportación urbana. La lucha empieza los lunes y termina los viernes.

Después de la jornada escolar mantiene sus brazos extendidos por varias horas. Los colectivos esquivan y maniobran en diferentes sentidos para evitar su presencia. Cuando logra embarcarse debe deslizarse, sumirse o brincar para no marcar en el torniquete. Su uniforme está remendado no por el deterioro, sino por los daños causados por la vieja carrocería.