Mujeres y niñas se sumergen diariamente hasta la mitad de su cuerpo para dejar limpia la ropa y ganarse unos dólares, a orillas del río Balao.
Felícita Abicea golpea con una paleta de madera la ropa tendida sobre una piedra. Cada impacto es para ella un desahogo, es el grito reprimido de reclamo por su pobreza, por su esposo muerto; cada impacto es a la vez un consuelo y una esperanza, porque al terminar la jornada habrá obtenido 4 dólares con los que comprará la comida y “otras cositas” para su hijo y su abuela, a quienes mantiene.
El agua correntosa y turbia del río Balao, la cubre hasta la base del vientre abultado, que un médico le dijo “es por estar mucho tiempo en el frío”. Lleva puesta una camiseta blanca, semitransparente por el uso, y una falda desteñida. Las manos las tiene amoratadas, los brazos con piel tostada, el rostro deja ver más años de los 32 que ha vivido la mujer.
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La fuerza de la corriente le hace perder el equilibrio, Felícita suspende su tarea y mira a su alrededor. A sus lados y al frente, aguas arriba y abajo, en las orillas del río Balao que dan al malecón del cantón del mismo nombre, en una fila que parece interminable están al menos cien mujeres y niñas en la misma labor: lavan ropa ajena para subsistir.
Felícita Abicea es la única que trabaja en su familia. “Soy padre y madre desde que mi esposo murió; ahora tengo que esforzarme más porque mi hijo va a segundo grado de la escuela y mi abuela está enferma”.
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La jornada de Abicea y de todas las lavanderas de Balao comienza a las 07h00; hay algunas que madrugan para ganar puesto. Unas van a almorzar en sus casas; otras, lo hacen sentadas en la piedra de lavar; un gran porcentaje, simplemente no se sirve esa comida del día.
Lavar una tina con ropa les significa un ingreso diario que fluctúa entre los 3 y 5 dólares. “Es para lo del día, arroz, azúcar, lo básico”.
Felícita calla, vuelve a fregar la ropa y da paso a Marcelina Ramírez, mujer de piel curtida y trigueña, de 67 años, que asegura ser lavandera de ropa ajena desde los 12 años, cuando Balao era solo una hacienda. “Con mi trabajo y el de mi marido, ahora postrado, logré criar y dar la primaria a mis diez hijos”, señala orgullosa.
Su preocupación, y la que es de la mayoría de las de su clase, es la falta de clientela. “Hay semanas en las que solo se trabaja unos tres días porque no hay ropa sucia, cada uno tenemos familias señaladas a quienes servimos; quisiera que el pueblo sea más grande”, dice Marcelina. Las crecientes y anegamientos del río Balao también les deja sin trabajo temporalmente.
A unos metros de Marcelina está Teolinda Cruz, a quien le ayuda su hija, Decsy Bisildo, de diez años, y una de las decenas de niñas que siguen los pasos de sus madres.
Y ahí están María, Carlota, Julia y otras mujeres adultas y niñas, unas cien en Balao. Ellas afirman que la actividad seguirá “mientras el río esté en su cauce”. Y seguirá, mientras haya pobreza.
Amigo, enemigo y víctima es el río Balao para los habitantes de la población del mismo nombre y pequeños poblados asentados en sus orillas, desde su origen en la cordillera occidental, en territorio del Azuay, y su desembocadura en el Golfo de Guayaquil.
Además de ser el lugar de trabajo de un centenar de mujeres que lavan ropa ajena en sus orillas, el afluente sirve incluso para que los balaoenses calmen su sed o se bañen, pues el agua potable es escasa.
“Aquí hay solo un pozo elevado y la mitad de la población sufrimos por la falta de agua, por eso debemos tomarla del río hasta para preparar la comida”, menciona Gladys Gonzabay, residente en Barrio Nuevo.
El cauce es también la vía de salida de pescadores que salen al mar por el Golfo de Guayaquil para cumplir sus faenas y obtener ingresos familiares. En verano, los bananeros del sector toman el agua del afluente para irrigar sus plantaciones.
El Balao se convierte en enemigo durante sus temidas crecientes que causan su desbordamiento y afectan bananeras y a los barrios ribereños de la cabecera cantonal.
EN EL RÍO
Las lavanderas de río son personajes típicos de pueblos de la Costa y en menor porcentaje de Sierra y Oriente.
En Quevedo, Los Ríos, decenas de mujeres lavan todos los días en las orillas del río del mismo nombre, bajo el malecón.
En Esmeraldas, el sector propicio para esta actividad es en La Isla en los barrios bajos, asentados en la orilla del río que lleva el nombre de la ciudad.
En Portoviejo, la parroquia urbana de Picoazá es el único lugar donde las lavanderas acuden a laborar, a orillas del río Portoviejo.
El río Tomebamba, en Cuenca, también acoge a decenas de lavanderas de ropa.
El río es amigo y enemigo
BALAO, GUAYAS
Amigo, enemigo y víctima es el río Balao para los habitantes de la población del mismo nombre y pequeños poblados asentados en sus orillas, desde su origen en la cordillera occidental, en territorio del Azuay, y su desembocadura en el Golfo de Guayaquil.
Además de ser el lugar de trabajo de un centenar de mujeres que lavan ropa ajena en sus orillas, el afluente sirve incluso para que los balaoenses calmen su sed o se bañen, pues el agua potable es escasa.
“Aquí hay solo un pozo elevado y la mitad de la población sufrimos por la falta de agua, por eso debemos tomarla del río hasta para preparar la comida”, menciona Gladys Gonzabay, residente en Barrio Nuevo.
El cauce es también la vía de salida de pescadores que salen al mar por el Golfo de Guayaquil para cumplir sus faenas y obtener ingresos familiares. En verano, los bananeros del sector toman el agua del afluente para irrigar sus plantaciones.
El Balao se convierte en enemigo durante sus temidas crecientes que causan su desbordamiento y afectan bananeras y a los barrios ribereños de la cabecera cantonal.