La belleza de las historias reside en que, a través del tiempo y del espacio, van adquiriendo diferentes versiones y pasan a pertenecer al inconsciente colectivo. Esta historia me la contaron una Nochebuena, pero creo que la idea de no entender el milagro de la vida, y dejar que la ganancia ocupe el lugar de la generosidad, es un interesante aviso.

Hace muchos años, en la isla de Hokkaido, vivía un joven llamado Humi, que se ganaba el sustento picando piedras. Aunque joven y sano, no estaba contento con su destino, y se quejaba.

Humi, pese a no conocer bien el cristianismo, sabía que, según su tradición, al menos una vez al año se satisfacían los deseos de la humanidad. Así, un día de Navidad rezó con mucha fe y, para su sorpresa, apareció un ángel.

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—Tienes salud y toda una vida por delante –le dijo el ángel–. Todos los jóvenes deben empezar a hacer algo. ¿Por qué te quejas?

—Dios ha sido injusto y no me ha dado la oportunidad de llegar lejos –dijo Humi.

Preocupado, el ángel fue a la presencia del Señor para pedirle ayuda y que su protegido no terminara por perder su alma.

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—Que se haga tu voluntad –dijo el Señor–. Como es Navidad, todo lo que Humi desee le será concedido. Al día siguiente, Humi estaba picando piedras cuando vio pasar un carruaje que llevaba a un noble cubierto de joyas. Humi dijo con amargura: —¿Por qué no puedo ser noble también? ¡Es mi destino!

—¡Así sea! –murmuró su ángel con inmensa alegría.

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Y Humi se convirtió en dueño de un suntuoso palacio y de muchas tierras, con sirvientes y caballos. Le gustaba ver a sus antiguos compañeros alineados en la calle, mirándolo con respeto.

Una tarde, el calor era insoportable; incluso bajo su parasol dorado, Humi sudaba como en los días en que picaba piedras. Se dio cuenta entonces de que no era tan importante como pensaba: por encima de él había príncipes, emperadores, y más alto todavía estaba el sol, que no obedecía a nadie.

—¡Ángel mío! ¿Por qué no puedo ser el sol? ¡Ese debe ser mi destino! –se lamentó Humi.

—¡Que así sea! –exclamó el ángel, ocultando su tristeza. Y Humi fue el sol, como deseaba.

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Mientras brillaba en el cielo, maravillado con su gigantesco poder para hacer madurar las cosechas o quemarlas a su voluntad, vio un punto negro que comenzaba a avanzar a su encuentro. La mancha oscura fue creciendo y Humi se dio cuenta de que era una nube que le impedía ver la Tierra.

—¡Ángel mío! La nube es más fuerte que el sol! ¡Mi destino es ser nube!

—¡Así sea! –respondió el ángel.

Humi se convirtió en nube.

—¡Soy poderoso! –gritaba, oscureciendo al sol. —¡Soy invencible! –tronaba, contra las olas. Pero en la costa desierta del océano se erguía una inmensa roca de granito, tan vieja como el mundo. Humi pensó que la roca lo desafiaba y desencadenó una tempestad con olas, enormes y furiosas que golpeaban la roca. Pero, firme e impasible, esta continuaba en su sitio.

—¡Ángel mío! –sollozaba Humi–. ¡La roca es más fuerte que la nube! ¡Mi destino es ser roca! Y Humi se convirtió en roca.

—¿Quién podrá vencerme ahora? –se preguntaba–. ¡Soy el más poderoso del mundo!

Y así pasaron varios años, hasta que, una mañana, Humi sintió una punzada aguda en sus entrañas de piedra, seguida de un profundo dolor. Enseguida oyó unos golpes sordos y sintió un inmenso dolor. Loco de espanto, gritó: —¡Ángel mío, alguien está intentando matarme! ¡Tiene más poder que yo, quiero ser como él!

—¡Así sea! –exclamó el ángel, llorando. Y así fue como Humi volvió a picar piedras. (O)

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