Mucho antes de la llegada de los españoles y del asentamiento de los huancavilcas, un lujoso palacio acuñado de oro, plata y mármol se levantaba en las profundidades del cerro Santa Ana. Su dueño era un cacique que un día, desesperado, mandó a llamar al curandero más anciano del lugar con la esperanza de que curara a su hija enferma.